Todas las tardes veíamos juntas el anochecer, el sol poniéndose en el oeste, más allá del horizonte, mientras el césped nos hacía cosquillas y nos acariciaba la piel. El viento nos arrullaba a medida que, una por una, salían las estrellas, y era hora de volver a casa. A la mañana siguiente nos veríamos de vuelta, pero aún así solíamos pasar cada segundo, cada minuto, hasta que fuera lo más oscuro posible, para luego encontrarnos en el claro del amanecer. A veces, pasábamos juntas la noche, hablábamos hasta altas horas y, claramente, al día siguiente nos caíamos de sueño por no haber dormido suficiente. Y era así, día a día, una paz inmensa y una certeza de que todo estaría bien. En cada uno de esos momentos, solo podía pensar que eso era todo lo que quería; veíamos el atardecer, conversábamos, reíamos, caminábamos y disfrutábamos. Y ese día, el césped nos hacía cosquillas y nos acariciaba la piel, el sol se ponía en el oeste, más allá del horizonte, y con la primera estrella, deseé. Deseé que esos momentos jamás se terminaran, que fuera eterna nuestra compañía, que nunca te fueras de mí lado así como tenía la certeza de que yo jamás me iría.
Y deseé, pensé y soñé. Pero no fue suficiente.
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