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Democracia 714

Jul 17, 2024

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Democracia 714
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Democracia era el nombre de la calle -de tierra- donde estaba la casa de mis abuelos Elena y Justo, dos inmigrantes españoles, casi a mitad de cuadra, en la ciudad de Berisso.  Una casa de chapa y madera, sólida y humilde.

Íbamos muy seguido y los domingos se juntaba toda la familia a almorzar. Los cuatro hijos del matrimonio de mis abuelos, cada uno con sus hijos. La primada. Éramos muchos, de distintas edades, varones y mujeres que nos pasábamos las tardes en la calle jugando, riendo, peleando, ensuciándonos con tierra y barro bajo el sol caliente de las tardes. Tengo un recuerdo de esos tiempos como uno de los mejores de mi vida.

La casa sobre la línea municipal tenía dos pilares de cemento de color blanco de algo más de un metro de alto, que al costado derecho tenían una puertita con maderas cruzadas -tipo tranquera- con un cerrojo. Había que pasar la mano por detrás, mover la palanquita que a su vez hacía correr el pestillo para destrabar la puerta. Todavía recuerdo el sonido que variaba según la presión, la fuerza y la rapidez que se ejerciera sobre la palanca. Era como un chirrido agudo, aunque no fuerte que cesaba una vez que se destrababa la cerradura, liberaba la puerta que, al abrirse, también hacía un sonido tipo bocina corta provocado por las bisagras adosadas a la pared que la sostenía. Por delante de la casa, había un rectángulo de pasto verde, con macetas llenas de malvones y geranios de color rojo, rosado y banco, sobre el costado derecho, justo enfrente de la ventana de una de las habitaciones había un duraznero ni muy grande, ni muy chico, de una belleza que se me antoja sublime. Las varas marrones, las flores rosa pálido y los ramitos del clavel del aire sofocando las ramas.

Si bien la casa tenía su entrada principal, también había un pasillo pegado a la edificación por el que se llegaba a una puerta que permitía el ingreso.

Al entrar un recibidor de pequeñas dimensiones, con pisos de baldosas cuadradas que tenían unos arabescos en colores bermellón opaco y blanco y una ventana pequeña, de dos hojas de madera con unas cortinas de color blanco. Había dispuestos dos sillones de un solo cuerpo, bastante grandes, tapizados en una tela tipo tapicería gruesa, con relieve que al tacto parecían rayas formadas por una costura que los atravesaba a lo largo, de color verde militar oscuro. Esos sillones sólo se usaban en ocasiones verdaderamente especiales; en el centro una mesita rectangular, ni muy baja ni muy alta, posada sobre una alfombra redonda con círculos que iban de mayor a menor tejidos de colores diferentes al crochet por mi abuela Elena. Entre los sillones una repisa chiquita que tenía encima el aparato de teléfono, negro con disco y un florero alto, fino con un bouquet de flores de plástico. Ese cuarto separaba al comedor con una cortina de tela con un festón arriba, similar a la de los sillones, en color marrón, pesada, imponente.      Sobre el lado derecho se accedía a un cuarto con una ventana que daba al duraznero de la entrada, en el que había una mesa rectangular de madera oscura, con sillas comodísimas también de madera que tenían el asiento mullido con un tapizado de cuerina color bordó coronada por tachas y un mueble lleno de cosas de origen variado. Juegos de copas, recipientes, tarros, almohadones, sábanas, colchas tejidas, bolsas de plástico con varios juegos de agujas de tejer a mano, madejas de lana de colores, cestos de variados tamaños, tupperwear con y sin tapa entre algunas que recuerdo haber revisado clandestinamente alguna de esas tardes en las que no se podía salir a jugar afuera.

El comedor también con el mismo piso de baldosas tenía un mueble que en la familia se lo denominaba trinchante; un aparador donde se guardaban las copas buenas, la vajilla importante. Más allá la cocina, pequeña, con una mesa de madera chiquita que se utilizaba a diario, la bacha de loza blanca y la cocina de cocinar precedida de unos cuarenta o cincuenta centímetros de mesada. Esa casa tenía dos cuartos, ambos con pisos de madera, uno en el centro, con cama matrimonial que daba al comedor con puerta de madera y hojas con vidrio repartido con cortinas diminutas y celosas que impedían ver el interior. Otro chico con dos camas individuales.

Atrás la galería cubierta, con la puerta mosquitero. ¡Los portazos de esa puerta para salir al patio de atrás!, los gritos de mi abuela, -La puerta, ¡la puerta!

Lo más importante que tenía esa casa, eran mis abuelos. Justo, aunque postrado en una cama por un ACV temprano, daba órdenes y creía que orquestaba los pasos de la casa, cuando en realidad era mi abuela la verdadera comandante. Elena una mujer extraordinaria hacía todo y de todo.

Las comidas con toda la familia los domingos, las sobremesas eternas, el olor a pasta casera, la salsa, las discusiones entre Carlos y Tito, mis tíos, sobre política y religión, las canciones españolas que se cantaban para atemperar la “morriña”. Las lágrimas de mi mamá y la tía Mary disimuladas para que no les descubriéramos el dolor del hijo de inmigrantes.

Sigo viviendo y jugando en esa casa, muchas noches en mis sueños.

 

Silvina Casteller

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