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                                                                                DELTA

 

Siempre estuve aquí. El río es mi vida y quiero que sea lo último que vea antes de morir. Nací de él, y amo ver cómo fluye hacia la costa, oscuro e impenetrable, como una silenciosa alfombra movediza. Siempre me levanto muy temprano. Cuando la fresca aún se siente en el delta, tomo el yerbeado con pan casero y después subo a mi bote y me dejo llevar por el río hasta que me deposita en una de sus orillas. Ahí armo las líneas y me pongo a pescar. Siempre uso cuatro líneas para pescar, a veces pican todas a la vez, y a veces una o a lo sumo dos, pero nunca ninguna. Acá sale mucho el surubí, pero también suelen aparecer dorados bastante grandes. Al mediodía prendo el motorcito del bote y regreso contracorriente, no sin antes pedirle permiso al río para que no se enoje pensando que lo contradigo.

Cuando llego, amarro el bote en el muellecito y me dedico a cocinar lo que he pescado acompañado con arroz o con lo que tenga a mano, y después de comer me voy a sentar al muellecito, donde paso el resto de la tarde.

Esa es mi monotonía: feliz y nunca alterada por nada ni nadie. La tarde en el delta es única, bella, sobre todo cuando la brisa se cuela entra las ramas de los árboles costeños mientras en mi cabeza resuena el Verano de Vivaldi, que de niña aprendí a tocar con mi violín.

Mi vida transcurría así, hasta que llegó él. Apareció de repente con su ruidoso bote, y, audaz, atracó sin permiso en mi pequeño muelle. Joven y simpático, su sonrisa era un desfile de dientes perfectos y blanquísimos.

-Voy de paso, ando buscando a los Orchansky.

Le indiqué dónde quedaba la casa de los Orchansky, y así se inició la conversación que derivó en una invitación a cenar, y luego, por la mutua necesidad, también a dormir.

-Voy hasta lo de los Orchansky y vuelvo-, me dijo al otro día, pero no le creí.

Sin embargo, regresó y se quedó varias noches de sudor y cortinas que flameaban con la brisa nocturna. Luego se fue, yo supuse que para siempre… y la vida continuó: el río, la pesca y Vivaldi sonando entre las ramas de los árboles costeños.

Una tarde se oyó a lo lejos el inconfundible motorcito.

-Vengo a quedarme-, me dijo.

-Está bien, pero no quiero hijos-, le respondí.

No era amor, solo compañía.

Algunas veces, al regresar del río él ya había preparado el almuerzo que yo había pescado el día anterior. Otras, yo cocinaba y él lavaba los platos… y siempre el desfile de dientes blanquísimos incluso en la cama.

Tiempo después noté que el río no aprobaba mi cercanía con aquél sonriente desconocido, sentí que lo consideraba un intruso, un enemigo… y entonces el río se transformó en el tercero en discordia. Su caudal era mucho más oscuro y agresivo, con desbordes nocturnos que acompañaban a los que sucedían en mi habitación.

-Le escribiré a mi tío, es inversionista. Este lugar es ideal para un emprendimiento vacacional-, me dijo él, y entonces entendí el porqué del enojo del río.

Esa misma noche fui hasta el muellecito y mirando al río le pedí perdón por abrirle la puerta a la posible destrucción de nuestro perfecto y tranquilo mundo. Luego regresé a la casa, y sin hacer ruido busqué el machete y entré al dormitorio.

 

Roberto Dario Salica

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