Al ver la luz del sol entrar por la ventana en esa tarde de otoño e impactar, y también iluminar, su piel —justamente su piel, no otra, no otros ojos, no otra alma— sentí el leve tirón de lo imposible, esa grieta invisible por donde a veces se cuela lo real. El calor del sol la eligió. No fue azar, no fue coincidencia. Fue una señal divina, o tal vez no lo fue. Tal vez fue sólo mi mente divagando, como suele hacerlo cuando le veo de forma diagonal y el mundo parece ablandarse en los bordes.
Recuerdo que ni siquiera se movió. Seguía leyendo, indiferente a la revelación. El polvo danzaba alrededor de su silueta como si celebrara algo que yo no alcanzaba a comprender. Pensé en hablar, decirle lo que había visto, pero ¿cómo explicar una epifanía sin volverse ridículo?
Busco respuestas, sí, las busco en las formas que deja el sol sobre la pared, en las páginas de un libro mal impreso, en el zumbido de la nevera. Y lo único que me surgen son más preguntas. Quizás nunca estuvo allí. Quizás esa tarde no fue otoño. Quizás la luz no entró, sino que salió.

Nicolás
Espacio de recreo mental para escribir sensaciones, quejas, dilemas y certezas. Fragmentos escritos con un toque ácido.
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