te dedico del plácido odio: mis entrañas.

Este odio, plagado, es pecado. Ese que merodea tu cabecita como vil parásito que te sacude. Que te incita a dañar, a crujir y a destrozar cada rincón que aún queda de vida. Te ha llevado a los peores escenarios: los raspones en las rodillas. El dolor, incrustado como ráfaga, y ese deseo asqueroso de sentir. De anhelar, de poseer. No encontrarás en tu vida a alguien que te carcoma el corazón a manos llenas de sangre seca, que arme una clavija de cicatrices. Nadie te querrá así, con tu ir y venir. Con ese rencor que le tienes al despecho, nadie verá lo que seré en ti. Nunca amarás cada rincón y lo asfixiarás al refugiarte en la madrugada. Estás lejos de ver cómo le crecen llagas a tu corazón, al latir y al desprecio. Nos vamos a condenar, amada mía. Proclamo, como último delirio, que seas tú quien me dicte sentencia. Que me hagas un rinconcito en lo más podrido de tu cabeza.

Te he de compensar con todo el amor del mundo. Con todo el desprecio, te odio con el latir de mi putrefacto corazón. Te detesto con todas las manías, con los desprecios. Pero te he de amar de la misma manera, con mis adoraciones y asquerosas fantasías; quisiera verte tendida sobre el cuello. A rajadas y a pasos fríos, quisiera que no existieras. Solo a mi lado, a mi vida. Solo a mi llanto, a mi necesidad de amarte tanto. Te prometo, te amo con una locura desmedida y por ello he aprendido a despreciarte tanto. Con todo el desprecio que puedo sentir. Espero rasgarte la tumba en el funeral y que mueras hoy; mañana, quiero verte marchita.