Apareció de la nada; fue el primer indicio de que había algo más.
El gato tenía algo fuera de lo común y yo lo sabía. Nos miramos profundo, nos miramos un rato, él estaba apoyado arriba de un tacho de basura, y yo molestaba el paso de los mundos que recorrían la avenida. Me le acerqué después de un ratito, le acaricié la cabeza y me pareció que le gustaba; en un momento levantó la cabeza, volvió a mirarme, aunque ahora muy de cerca:
- Gracias. - Comentó.
Al instante salió corriendo. Quedé perpleja, descolocada, desbocada. Me tomó algunos segundos reaccionar, pero apenas volví hasta mí, salí corriendo tras él. Que para ahora ya zigzagueaba entre los mundos y sus piernas. El gato me habló, me lo recordaba todo el tiempo, no estoy loca. El gato me habló, y no era un gato común, era especial y yo lo percibía. Nos seguimos persiguiendo constantemente hasta llegar a una esquina en donde casi lo pierdo, pero con la última extensión de mi vista, lo vi ingresar a un local por una puerta pintoresca. Llegué un tiempito después, me frené adelante, tomé aire apoyada en mis rodillas, luego, empujé la puerta que fue afinando su chirriante quejido a medida que el llamador de ángeles se hacía presente chocando contra el marco de la puerta. Y ésa, fue la segunda señal.
Tras ella y su imprudencia él se había molestado, la vio pasar corriendo llevándose todo por delante; su percepción intermitía entre ella y algo que lo perseguía en cada esquina, que lo hacía voltear constantemente, su humor comenzó a fluctuar con tendencias pesimistas. Después de algunas calles donde no pudo encontrar a quien lo estuviese siguiendo, decidió ingresar a una cafetería mientras continuaba su incesante charla por teléfono. Cuando estaba muy cerca de llegar, las tapas de los tachos de basura que tenía la callecita curiosa al lado de la cafetería se golpearon entre sí, lo descolocaron, lo inundaron en escalofríos. Quiso acercarse con valentía, pero se frenó a medio camino, y en su regreso, siempre mirando a los tachos, abrió la puerta casi por impulso sin siquiera mirarla. Vestido de un traje impoluto, color azul marino, y sumido en su trabajo eterno, ingresó al local. Enmudeció la línea de su lado cuando notó cuánto le había errado a la puerta de la cafetería. Se oían los gritos esperando respuesta en su mano, colgó la llamada, quedó descolocado entre los muebles, las baratijas, los claroscuros y la muchacha; la misma que casi lo había tirado hace unos minutos, se encontraba recostada en el suelo con medio cuerpo hundido bajo un enorme armario. Viajaba su asombro entre las maravillas y la muchacha, que ahora rodeaban su mundo.
Ni pude tocarlo. Se habría desvanecido o quizás habría vuelto a su galaxia; a su páramo celestial, ni siquiera me dejó estirar mis deditos por su estela. Quedé en su vacío, en su falta, en el bajo oscuro de este placard tan viejo como inmenso. Con mi mejilla pegada al piso de madera que estaba todo mugriento. Fui acomodando mi cuerpo para salir, para volver a pararme, y mientras fui rotando despacito me vi de frente con unas botas marrones. Arriba de ellas, me abrumaba un poco en su aparición repentina un viejo bastante grande que perforaba lo pequeño de mi cuerpo con sus ojos. Me atravesaban sin reparo alguno, miraban más mi alma, que a mí.
Extendió su mano, se la ofreció instantáneamente. Ella la tomó, y casi sin esfuerzo la arrancó del suelo sin emitir comentario, juzgándola desde la punta de sus zapatillas sucias, hasta lo más profundo de su ser. Cuando quedaron a la misma altura, no literalmente, ya que el hombre la superaba por unos veinte centímetros, se contemplaron por un tiempo incalculable. Pasado el mismo, él la apartó hacia un costado, y como si el encuentro nunca hubiese existido, emprendió su curso hasta las estanterías del fondo.
Un helar había penetrado mi garganta, no pude ni quise ni supe qué decir. Si agradecerle por haberme levantado, o insultarlo por haberme despreciado de tal forma. Que él haya seguido, había sido el acto más liberador que yo había conocido en mucho tiempo. Me di vuelta, lo observé alejarse, pero algo no me permitió salir corriendo de la tienda. Y creo que no sólo tenía que ver con el gato.
Estuve recorriendo los estantes, no podía concentrarme plenamente en ningún objeto ya que aparecía siempre otro que me robaba la atención. Cada tanto, algún vaivén del hombre que recorría al milímetro cada uno de los pasillos, irrumpía mi calma, cada tanto algo me hacía voltear como si me estuviesen mirando, aunque con el correr del tiempo terminé entendiendo que para él sería una baratija más de la tienda, y aunque pudiese verme, analizarme, contemplarme, no repararía necesariamente en mí.
No fue hasta que estuve decidida a irme, a punto de recorrer el último de los pasillos, que me vi de frente con el viejo. Estaba avanzado en su escaneo, casi llegando a la mitad. Mi cálculo instantáneo supo en ese instante, que iríamos a encontrarnos exactamente en el medio. Y así fue, justo cuando llegamos a la mitad casi chocamos de frente, por segunda vez; en el mismo cuadrante en el que sobre una repisa que me llegaba a la cintura, se apoyaba el más inesperado objeto que guardaba la tienda. No pude prestarle atención al encuentro, estiré mi mano lo más rápido que pude, justo a la vez que el hombre hizo exactamente lo mismo.
Se había agotado de recorrer la tienda, se trataba de un hombre tan culto como curioso. Había reparado en un centenar de objetos, que al cabo de unos instantes soltaba y comenzaba su meticuloso escaneo del siguiente. Objeto por objeto recorrió toda la tienda, guíado siempre por una intuición primitiva, instintiva, que de alguna forma lo convencía constantemente. Había llegado sin rendirse al último de los pasillos, caminando a paso lento, y no fue hasta que alcanzó la mitad de este último, que comprendió cuán valiosa había sido su insistencia. Sin previo aviso, un objeto se había adueñado de su ser. Sin pensarlo, se le paró de frente, esta vez sin el previo contemplar, y se decidió a tomarlo en un impulso. Pero cuando su mano lo alcanzó, una curiosa fuerza lo mantuvo fijo en su lugar; fue ahí que la vio, a su lado, adherida al otro extremo justo al mismo tiempo, justo en el mismo pasillo, justo del único objeto de toda la tienda que algo lo había asombrado.
Hubo un pacto implícito, o eso pareció, ambos al mismo tiempo, fueron apoyando la cámara sin bajarse la mirada.
No sé cómo, pero lo sentí; una vez que ambos apoyarámos la cámara tendríamos que soltarla. Había algo en el ambiente, en el aire, entre nosotros, los tragaluces y las arañas, que nos aseguraba poéticamente, que podíamos buscar alguna forma de resolver. Confié, confió, y sin soltarnos la mirada, la cámara se fue acomodando sobre el paño rojo que tenía la repisa. Al mismo tiempo que ambos la soltamos; se cortó la luz, y una penumbra densa nos fue devorando por todas partes.
La había amado, con locura, y hubiese asegurado toda la vida aquello si no supiera del final. Sufría, constantemente, y no sólo su viudez, no sólo el llevarle flores cada mes, sufría la culpa; sufría su traición. Mas de dos décadas juntos, acompañándose en periodos eternos, habían construído y deconstruído más de lo que yo podría contar. Y aún así, no le alcanzaba.
No era la primera vez que veía aquella cámara, ya se habían conocido, ya se habían encontrado y desencontrado en el tiempo. Aquella era la culpa de su insomnio, de su suicidio tácito, de su ir queriendo morir constantemente sin buscar la cura. Lucía había querido ser fotógrafa profesional toda su vida, y al venir de la miseria no le quedaba otra que ir improvisando, que ir comprando las pocas cámaras destruídas que su precario sueldo le permitía. Y no fue hasta el aniversario número quince de casados, que él se decidió a ayudarla.
El hombre y la cámara sabían de la traición, sabían ambos que pudieron haberse conocido más profundamente, ella no olvidaba el día que lo vio entrar casi de la misma forma, totalmente imprudente y descolocado, casi de casualidad hundido en su trabajo, siempre atado a él. Ella no olvidaba el día que estuvo dentro de una bolsa que él quiso entregarle a Lucía como regalo, incluso recuerda cómo y con cuánto amor le habló de ella a la vendedora, que era la madre, de quien hoy atendía la tienda. Y estaríamos hablando de una bella historia de amor, probablemente, si no fuese porque aquella madre le reveló, cuan importante y maravilloso sería para Lucía tener la chance de por fin cumplir sus sueños. Al escucharla, el hombre se horrorizó, guardó el dinero, se alejó de espalda temblando, y abandonó no sólo la cámara, sino una vida, sobre el mostrador principal de aquella tienda ubicada en la esquina de la avenida.
Lo poco que me acuerdo de mí, viene a través de este álbum. Abuela te extraño cada vez que lo veo y me acuerdo de vos. Perdón si lo mojo un poco con mis lágrimas, soy esto, pero buena piba. Te juro que hay cosas que se las creo, entrego completamente mi fe. Perdón si hay algo más que dios, y cada vez me convence más que tiene que ver con vos, te digo y me río. Amo el álbum no sólo por él en sí, sino porque sé que lo hiciste para mí, para contarme la historia que nunca nadie me hubiese contado. Si no fuese por vos, sería la pobre huérfana abandonada de las novelas que veías. Me acuerdo que te las criticaba y te enojabas todo el tiempo, qué tiempos, che. Pero soy mucho más, y lo voy a ser siempre, sé de mis primeros amigos, vergonzosamente de mis primeros amores, me acuerdo cuando te dije que tires esas fotos y no me hacías caso, sé gracias a vos por qué me gustan tanto los gatos cada vez que veo mi foto con felipe. Cuánto tendría ya? Treinta y pico… Hoy te entiendo, sé de mis primeros trabajos, de mis primeros hobbies, de lo primero en sí. Qué locura, no tenía idea de que me gustaba cocinar de chica. Y más que nada sé que atrás de todo eso estabas vos, y tu cámara preciosa. Y más que la fotografía te importaba tu modelo. Qué simbiosis, viejita, yo te posaba la historia que irías a contarme, y vos me escribías el pasado que necesitaba tener para llegar a ser alguien algún día. Perdón si no pude devolverte ni un tercio de lo que me diste.
Lo cierto es que seguían a oscuras, lo cierto es que a pesar de haberla soltado ambos dos empezaron a tantear la estantería, y no la encontraron, habían estado tan cerca. Pude percibirlo todo, los veía claramente, las lágrimas que le recorrían la mejilla a una, y la furia le brotaba del alma al otro. El envenenamiento, el rencor, la melancolía y el sinsentido cargaban el espacio. Él se había convencido que había sido todo una artimaña propia de ella, que nuevamente lo había chocado y esta vez habría podido por fin tirarlo al piso. Sintió las ganas de matarla, de no sólo no levantarla del mueble, la ira chispeaba en el aire en donde tiraba manotazos, intentando agarrar cualquier cosa, ya no importaba. Ella se había alejado, había retrocedido lo suficiente ocultando su llanto con sus manos. Había intentado también tomar la cámara, tampoco había podido, pero en vez de insistir en vano prefirió ocultarse a llorar, ir alejándose del conflicto hasta perderse en una esquina.
Al cabo de un rato ambos se cansaron, una de llorar, el otro de estallar; a su tiempo cada uno encontró la salida. Uno se acomodó el traje, se peinó un poco y continuó como si nada. Al cabo de un rato, una se secó las lágrimas, se acomodó un poquito la endereza, levantó y desplegó su sonrisa y volvió a emprender su camino hacia un vivero, en donde quería conseguir una orquídea. Antes de salir por la puerta, volteó mirando por todos lados. Cuando sus ojos reposaron en lo más alto de las vigas, aquella que casi llegaban a la ventana más alta donde se filtraba un hilito de luz; esbozó una preciosa sonrisa, se le escapó una carcajada, agachó un poco su cabeza avergonzada sin dejar de reír. Luego, se dispuso a cerrar la puerta, cuando casi terminaba de atravesarla, un resplandor blanco seguido del ruido del obturador inundó la escena volviéndola blanca unos segundos; por la dirección del sonido, comprendió que aquello venía justo de aquel cuadrante cercano a la ventana; se frenó bajo el marco, nuevamente en medio del sonido del artilugio que chocaba los metales a cada vez que se abría aquella puerta. No volteó; y satisfecha, siguió su rumbo como si nada nunca hubiese pasado en verdad.
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