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Dejaste de ser

Oct 1, 2024

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Dejaste de ser
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“Por favor espérame”

Lo pensó mientras tiraba del caballo con fuerza. Se mecía sobre él tratando de mantener el equilibrio. Debía llegar, debía correr, debía ser antes de que la encuentren. Estaba ya cerca de la cascada, no faltaba mucho.

“¿Y si llegaban antes? ¿Y si se la llevaban y nunca volvía a verla?”

Aún recordaba con una dolorosa nitidez la última vez que sus rojizos mechones se enredaron en sus manos mientras jugaban sobre el césped en aquella tarde de primavera. El viento soplaba demasiado fuerte como para que su hermosa princesa pudiera pronunciar dos palabras sin terminar masticando su cabello. Era como un espectro, una ilusión translucida de luz blanca; a través de ella brillaban todos los colores del arcoíris. Temía que el único acrílico que pintara su tersa piel termine siendo el bermellón.

Cada pestañeo era un batir de alas, como si una mariposa se posara sobre sus ojos. Esos verdes orbes que jamas olvidará. Tan hipnóticos que lo único capaz de sacar de aquel transe era su torpe sonrisa. Tonta, inocente, dulce, tan cálida. Llamarla sol no bastaba, era la mismísima luz cósmica que se colaba por todas las rendijas de cada habitación cuando se hacía presente.

Todavía pensaba en la noche del baile, donde la temporalidad se volvió elástica, fluyendo hasta derretirse por las paredes decoradas de satén blanco. Cada instante fue una melodía palpable con el alma. Con cada danza se fueron fundiendo sus corazones en uno solo, pensaban lo mismo, sentían lo mismo y querían con la misma pasión.

Tal vez esa fue la palabra que describió mejor aquella experiencia. Pasión. La sentían en la mirada, en los abrazos, en los besos, y en el eterno entrecruce de hilos que tejían el placer con el que se envolvían cada noche. Pegado, mezclado, fundido, unido por siempre, no eran dos, eran un ser vuelto uno en cuerpo, mente y alma. No había fuerza terrenal que pudiera quebrantar lo que se había formado en la mas inmersa de las clandestinidades.

A lo lejos, siempre a lo lejos. Aún recordaba verla usando pantalones para escabullirse en el establo. Amaba cabalgar y tomar las riendas, pero en su presencia, ella era la que tenía el mando. Su delicado espíritu jamás llevaría a imaginarla en el completo control de un sistema, pero así lo hacía, nadie como ella. Aún recordaba ese lienzo en blanco pintado con manchas curvilíneas que tanto amaba.

Sin embargo, por más embriagadores que fueran sus encuentros, lo que más amaba era escucharla hablar. No solo su voz generaba un erizamiento particular, sino que sus palabras siempre lograban articular los más profundos pensamientos jamás oídos por ningún hombre. Cada intelectual y catedrático se arrodillaria al oírla. La luz que iluminaba su ser también brillaba en su mente. Sabía todo, de cualquier índole o disciplina, nada se le escapaba. Su prodigiosa memoria y perspicaz inteligencia devoraban el conocimiento como si de fresas con crema se tratasen. Ella amaba las fresas.

Los días de campo las tomaba para acercárselas a sus labios sin que ella tuviera que molestarse. Siempre quedaban manchas de jugo y saliva en sus comisuras. Jugos que amaba saborear, amaba saborearla. Sabía a arándanos y a chocolate con miel, algunas veces más dulce, otras mas ácida.

Ella cantaba, amaba gritar a todo pulmón sobre las mesas de los bares disfrazada de aprendiz mientras los sujetos mas salvajes y temidos del reino aplaudían y cantaban junto con ella. No le temía a nada, no le interesaba entrar a un lugar y ser el objeto de captura, como siempre ocurría. Sabía que siempre estaría para salvarla, así siempre sería. Y así estaba ocurriendo.

Cada galope parecía alejar el camino, cada respiración era un segundo perdido. Ya sabían, estaban llegando, no lo podía permitir. Los árboles comenzaron a crecer uno más cerca del otro, la maleza fue colmando el espacio, la mística oscuridad fue tomándolo todo. Ya estaba cerca, podía olerla. Su perfume era inconfundible, la vainilla más empalagosa que nadie probó jamás. Esa era su adoración. Aunque ahora no podía sentir más que el sonido palpitante de su desesperación.

Llego por fin, quitó los arbustos, descendió ágilmente a la cueva salteando los escalones. Allí estaba ella, con su pantalón roto, su corsé desatado y sus ojos hinchados de dolor. Corrí hacia mi Nina, pero ya era tarde, ya habían llegado.

—Es mi culpa, debí haber estado aquí para protegerte —lamenté con el alma disuelta en polvo.

—No es tu culpa Aurora, no te escuche cuando dijeron que querían darme una lección. —suspiró con lo último que quedaba de ella.

Martina Micele

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