DEEP DIVE, FROM ME
Nov 17, 2025
Lleva la mano hacia su torso. Un movimiento lento, pesado. Cuando sus dedos alcanzan el dobladillo de la camisa, lo levanta sin prisa, dejando al descubierto la piel pálida y ligeramente hundida entre cada costilla. Observa antes de tocar, analizando cada sombra y cada tensión. Al apoyar finalmente la yema de los dedos, siente primero el frío: una temperatura más baja de lo que esperaba, consecuencia evidente de la falta de grasa y de descanso. A medida que aumenta la presión, percibe la resistencia mínima de la piel antes de que ceda por completo, dejando que el hueso se defina con claridad bajo su tacto. Recorre cada costilla. Una—por—una. Desliza los dedos siguiendo la curvatura natural y afilada, notando cómo entre cada espacio hay poco más que vacío.
Presiona un poco más fuerte. El tejido responde con un leve retraimiento, un gesto involuntario que delata irritación. Su respiración se acorta, se vuelve irregular, porque el simple acto de inhalar hace que las costillas se expandan contra sus dedos y el movimiento se siente torpe, limitado. Su cuerpo no tiene el margen para cumplir una función tan básica sin esfuerzo extra.
Allí, en ese contacto directo, sin adornos, sin dramatización, lo único que percibe es la realidad cruda de su estado: lo que su cuerpo ha perdido, lo que ha cedido, lo que ha sacrificado.
Es incómodamente honesto, los límites que ha ido empujando más allá de lo razonable. ¿Se está desmoronando lentamente… o se está transformando en algo desconocido?
No llega a tener una respuesta.
No hay un parpadeo. No hay un sonido que actúe como advertencia. No hay un cambio gradual que le permita anticiparlo. El entorno simplemente se transforma, de manera abrupta y total. El aire deja de sentirse como aire; se vuelve pesado, contundente, imposible de mover en sus pulmones. El suelo deja de sostenerlo, ya no existe bajo sus pies. Cuando la presión del agua lo rodea por completo, reconoce que está sumergido. No recuerda haberse hundido (tanto). El agua recubre su piel, abrazándolo, desgarrando cualquier rastro de calor corporal.
Todo flota: su cabello, azabache y ligeramente largo, se abre alrededor de su rostro en mechones lentos; su ropa se pega al torso con frialdad pegajosa. Incluso sus pensamientos quedan suspendidos. Observa las burbujas que salen de su boca cuando exhala por reflejo; se forman pequeñas, redondeadas, y ascienden con velocidad, sin desviarse, hacia la superficie. Le toma unos segundos entender que está naufragando, porque el movimiento hacia abajo no es brusco ni violento.
Es constante.
Silencioso.
Progresivo.
Su cuerpo desciende, renunciado a resistirse. Solo cuando sus pulmones empiezan a arder se da cuenta de que algo está mal. Su pecho se contrae con fuerza, tratando de iniciar una inhalación que el entorno no puede ofrecerle.
Pánico.
Comienza a moverse sin coordinación, piernas y brazos reaccionando de forma instintiva, tratando de empujarlo hacia arriba. Abre la boca buscando oxígeno y solo consigue que el agua entre, brutal, desencadenando un reflejo de ahogo que comprime aún más su respiración. Nada desesperado hacia la superficie, que se ve como una franja blanquecina y distante. Estira la mano, fuerza los músculos agotados hasta el extremo, y sus dedos alcanzan a rozar la luz. La sensación es mínima, suficiente para darle la ilusión de que va a lograrlo. Y justo entonces, sin aviso, el mundo se rompe otra vez.
No sabe en qué momento sus pies encuentran una superficie firme.
Descalzo.
Después llegan las luces. Destello blanco que le obliga a entrecerrar los ojos, como si alguien lo hubiera colocado de golpe frente a un sol artificial. No hay transición. No hay advertencia. Cuando levanta la cabeza, el escenario ya lo rodea por completo, inmenso, desproporcionado.
El silencio es palpable.
Da un paso. El eco responde de inmediato, pero no regresa hacia él. Da otro paso, buscando confirmar que sigue siendo dueño de sus piernas. El eco vuelve a salir defectuoso. La desorientación se acumula en su pecho, una presión distinta a la del agua que lo ahogaba, pero igual de insistente.
Aquí no falta oxígeno.
Falta pertenecer.
Abre la boca. La vibración de la laringe, el flujo de aire desde los pulmones, el movimiento preciso de la lengua. Solo necesita oír su voz para reafirmarse, para anclar su existencia en algún punto reconocible. Pero nada se ensambla. Siente la presión del aire comprimirse dentro de su caja torácica. Lo intenta de nuevo, esta vez con más fuerza, forzando una exhalación abrupta que debería convertirse en una sílaba.
No produce ni un murmullo.
La frustración se instala en su garganta. Es un nudo enorme, vivo, sin extremos. Se desplaza por sus hombros, donde se convierte en un agobio rígido que le aplasta lentamente las clavículas. Intenta un sonido distinto, algo más primitivo, un gemido, un gruñido, cualquier vibración mínima.
El silencio lo devora incluso antes de intentarlo. No es simplemente mudo. Es inaudible.
La rigidez de las piernas se quiebra sin aviso. Las rodillas ceden y él cae, primero de forma controlada, luego con un golpe seco que la sala devuelve con un eco largo y hueco.
Coloca las manos en el suelo para sostenerse.
Con la cabeza inclinada y los ojos cerrados, el mundo se reduce a ese instante. Él es un elemento temporal, un accidente dentro de un sistema que funciona perfectamente sin su presencia.
Entonces llega la sensación más difícil de soportar: la certeza lacerante de que su presencia —o su ausencia— no cambia nada. Ninguna mirada lo juzga, pero tampoco lo reclama. Ningún sonido responde, pero tampoco lo contradice. Es un universo donde él no altera nada.
No eres necesario aquí.
No eres suficiente.
No...
Al principio no distingue si es una sensación o un recuerdo. Entre tanta afonía, entre tanta oquedad, algo irrumpe en su percepción como un latido ajeno al suyo.
No es sonido.
No es una voz.
Es una caricia insistente, una presión que se posa sobre su hombro izquierdo. Reacciona con un pequeño sobresalto. Su cuerpo reconoce antes que él que ese contacto no es una amenaza. Es cálido. Firme. Real de una manera que nada en ese lugar lo ha sido hasta ahora.
Abre los ojos.
En ese escenario, rígido e inhóspito, puntos de vida que se encienden sobre la vasta superficie, formando una constelación humana donde antes no había nada. Son figuras que no deberían estar allí, no en ese sueño roto, no en esa distorsión de su mente.
Están los seis.
Seis, y con él: siete.
Siete.
Por un momento, Wonbin no se atreve a moverse. Tiene la sensación absurda de que si respira demasiado fuerte, la imagen podría deshacerse, del mismo modo en que sucedió antes. Pero ellos siguen allí. Inamovibles. Presentes.
El primero en aproximarse no necesita palabras. Shotaro avanza, suave, sin invadir ese dolor que no es suyo. Sus pasos son prudentes, flotan, y hay algo en su postura —esa mezcla de calidez y disciplina característica en él— que derrite cualquier voluntad de defenderse. Extiende la mano. Lo desarma.
El segundo es Eunseok. Su aura serena es una columna que sostiene espacios enteros. Cuando ofrece la mano, lo hace con un leve temblor disimulado, como si también estuviera sosteniéndose a sí mismo al sostenerlo a él.
Luego aparece Sunghan. Más directo, más evidente en su fuerza. Su sombra se proyecta larga sobre el escenario y, por un instante, parece que no perteneciera a ese lugar. Pero sí pertenece, porque siempre regresa, siempre está. Su mano es grande, cálida, un poco áspera. Un ancla. Uno podría creer que él es la seguridad... pero al ver de cerca su expresión es claro que también lucha. También sufre.
SoHee llega después. Carga un cansancio específico, uno que se esconde detrás de la energía juvenil que obligatoriamente debe exhibir. Cuando ofrece su mano, lo hace con una pequeña inhalación, como si temiera no ser suficiente, como si dudara de su propio derecho a sostener a alguien. Pero la ofrece igual. Y eso la vuelve infinitamente valiosa.
El quinto en aparecer es Anton. Casi translúcido bajo las luces. No se acerca rápido. Hay algo en su quietud que calma, como si su presencia ordenara el caos. Su mano es fría al principio, como si viniera desde un lugar más profundo. Al extenderla, esa frialdad se vuelve firmeza.
Y finalmente—
El sexto no debería estar ahí. Pero está.
Seunghan emerge como si siempre hubiese formado parte del escenario, como si hubiese sido la pieza invisible que mantenía la estructura unida. No hay dramatismo en su aparición, no hay música que anuncie nada. Solo camina hacia él con esa familiaridad que aun duele. Esa suavidad que él creía perdida. Sus ojos no cargan reproches. No cargan preguntas. Solo un tipo de afecto profundo, dulce, que se queda incluso en los sueños más torcidos.
Cuando Seunghan levanta la mano... Su gesto no promete absolución ni retorno ni reparación. Promete algo más humilde y más humano.
Ellos, los seis, forman un pequeño universo alrededor de él. Todos alcanzándolo. Todos ofreciéndole un punto de apoyo.
Wonbin baja la mirada a sus propias manos. Están temblando. ¿Y si falla? ¿Y si...? La duda se quiebra un instante antes de que extienda los dedos.
No hay discursos. No hay promesas. No hay salvación épica. Solo presencia.
Presencia suficiente.
Cuando finalmente se incorpora, rodeado por ellos, siente que algo se recoloca dentro de su pecho. No se arregla. No se cura. Pero se acomoda. Permanece.
Existe.
En ese simple círculo de manos, entiende que incluso cuando su mente se fracture, incluso cuando su voz desaparezca, incluso cuando el mundo lo deje sin un lugar claro donde sostenerse… esas presencias no se evaporan.
No estás solo.
Nunca lo estuviste.
Nunca lo estarás.

gato callejero
vérsame — come de mis costillas / habito en la ternura, con el corazón hecho para dar abrigo.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión