A veces escribimos para entender y lo paradójico es que acabamos hechos más lío de lo que inicialmente estábamos.
Ella dijo: «Ahora sí me siento amada». En mí la tristeza se traduce en silencio. Un silencio doloroso, pesado, que me priva de hacer cosas, de sentir cosas y por sobre todo, de decir cosas. Toda mi vida he creído en el lenguaje y sin embargo no logro conjurarlo en momentos fundamentales, y me mantuve callado con el teléfono pegado durante minutos en los que ella no colgó, en los que ella sabía lo que estaba pasando del otro lado de la línea. Me falta voluntad cuando hay que decir no puedo con esto, decir por favor me gustaría no formar parte de esta conversación no escuchar no saber, decir acá duele, acá no aguanta más esta sonrisa, decir basta, se me desvanecen las palabras. Entonces pensé en la voz de Lucinda Williams. La descubrí en la banda sonora de True Detective cuando canta Born to be loved: “No naciste para que abusaran de ti, para perder / para sufrir, para nada / Naciste para que te quieran”, tuve la súbita certeza de mi egoísmo al sentir dolor por saberla feliz con alguien más y ejercí mi derecho a mentir una última vez mientras le decía que me alegraba por ella.
Después de colgar me quedé recostado un rato sobre la cama, lloré, vi al techo y sobrepensé; Me impresiona cuantas vidas perdí y olvidé en mi propia vida. De vez en cuando algo de nostalgia no está mal, sobre todo si era la última ocasión. Recordé el pasaje de la discusión entre los protagonistas de Poeta Chileno de Alejandro Zambra: «Está actuando como un hombre, pensó ella; grita como gritan los hombres desacostumbrados a gritar, llora como lloran los hombres desacostumbrados a llorar». Nos recordé en la discusión más acalorada que tuvimos frente al Metropolitan, tiempo después C me dijo que pensó que la iba a golpear, en vez de eso lloré muchísimo sobre su hombro. La voz de mi psicoanalista: ser violento no es poner límites y poner límites no es ser violento. ¿Estamos de acuerdo? Y yo digo que sí, pero que no sé. Que no entiendo, que no sé dónde trazar la línea. Digo:Yo no soy violento. No podría, aunque quisiera. Igual no quiero. No es ese mi punto. Silencio. Pienso en el océano y en las nubes oscuras de la tormenta y en cómo ambas superficies se transforman en una y ya no hay horizonte ni división posible. Apoyo las manos sobre la panza y miro el techo. Selva Casal, en su libro Yo estuve en ese lugar que no conozco escribe: «perdón por mi dulzura/ por no haber empuñado ni fusiles/ ni garras».
Procedí también a elaborar un ejercicio de imaginación tortuoso: ¿Quién será? ¿Cuál será el nombre de ese que sí «ama bien»? ¿Cómo será su rostro? ¿Qué películas verá? ¿Qué libros leerá? ¿También intentará encontrarla en las novelas que lee? ¿Leerá a caso? Y entender que todas son preguntas inútiles destinadas sólo a incrementar mi incomodidad, mi impotencia, el flujo de lágrimas.
«No buscamos la venganza porque sería inadmisible» dice un político español del partido comunista en una declaración que analizamos en clase. Me apropio de su frase y la susurro en voz baja mientras pierdo la mirada hacia la ventana, en dirección a donde sé que vive, lucho con el impulso interno de correr hacia allá ¿Por qué ir a un lugar en el que nadie te recibiría?
Ayer también hicimos un recuento de muchas de las cosas que vivimos, nos pareció increíble y sentí un horrible hueco en el corazón. Melancolía por un lugar seguro, bello, tranquilo y que ahora no existe. Al final creo que sólo es la realidad ganándole la batalla a la ficción una vez más porque sí, en el mundo real los actos tienen consecuencias.
Quizá por eso siempre me he refugiado en la literatura. Mucho más seguido de lo que me gustaría admitir me encuentro pensando en quién soy si me saco de encima esa parte, la literatura. No en un sentido metafórico ni poético. Lo pienso en un sentido más bien apocalíptico: qué pasaría si a partir de mañana la literatura toda dejara de existir, o dejara de existir para mí. Es medio un cliché. No sé por qué me hago eso, abismarme así, pero ya aprendí a convivir con cierta pulsión autodestructiva y con la necesidad, momentánea o no, de cierta quietud. Siempre estoy pensando en este espacio, en qué lo motiva, en qué cosas quiero decir o si acaso tengo algo que decir, si no sería mejor quedarme callado como decía Saramago para explicar su pausa literaria de décadas. Tiene dos años que escribí mi último cuento, quizá el último.
Al final del día todo es literatura; historias hasta cierto punto ficticias, que elegimos o no creer y que en un punto acaban. También hay que saber cuando algo se terminó de acabar. Ahora me toca eso. Quizá en medida de lo posible tomar lo que está en mi corazón y guardármelo igual que mis opiniones. Recuerdo el poema Sucio, mal vestido de Bolaño; «Hasta que por fin mi alma encontró a mi corazón. / Estaba enfermo, es cierto, pero estaba vivo.» también pienso en aquella entrada lapidaria de los diarios de Pizarnik; «Quizá nunca debimos sacar el amor de los libros, quizá sólo podía existir ahí», pienso en la frase de Camus; «El buen gusto consiste en no insistir» y también pienso en que debería dejar de pensar.
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