Lo más aterrador es encontrar el origen,
el instante en el que las cosas cambian
cuando el peso del aire es insoportable.
La tristeza a esta edad es un problema logístico.
Conocí a un pibe con la espalda encorvada:
nunca supe cuántos secretos guardaba para mí.
Tomaba de a poco, y el vino le iba manchando la nariz:
no me dio pena ni un segundo.
Su forma de escribir, de acercarse torpe, de romperme como si
pertenecieramos a la misma canción.
Le fascinaba la historia, rezaba en silencio
y cada tanto mencionaba su pasado hippie
en los parques nacionales de Ohio.
Pasamos horas en el sillón, se afilaba las uñas
con las cuerdas de la guitarra,
me besaba tan despacio que en la lengua
se me formaban burbujas.
Nunca me hizo daño apropósito,
pero de a poco iba formando un hueco entre mis costillas.
Quiero decir, todo el dolor que construía
se depositaba en lugares a los que yo no tenía acceso.
La alteración del límite, de no saber decir que no:
la ilusión que no es más que una condena.
No puedo evitar pensar que no lo voy a olvidar nunca,
me angustia me despeina, me deja tirada en la madera sin señal.
Me despierta con los ojos hinchados, con el hambre de
no saber qué significa la ternura.
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