¿De qué le pides al amor que te salve?
¿De la soledad?¡Oh, de eso nunca! Si te regocijas en su presencia, te acurrucas en el rincón en el que fuiste creada y experimentas tus pensamientos en gritos vividos. Analizas cada punto del perímetro de tu piel y sientes a tu sangre hervir en el corazón.
¿De la tristeza? ¡Mirate! Sonríes cuando vas por la calle y festejas escenas del todo insignificantes, como el encuentro de miradas con una abuela, o aquel presagio esperanzador, cuando cae una pluma blanca en tus pies. Si tus lágrimas se evaporan, con el pálpito justo de melodías alguna vez escuchadas, o con el abrazo reconfortante de un amigo, o sus palabras o su simple presencia
¿De qué le pides, entonces, al amor que te salve?
De instantes, respondes.
Cuando el corazón no te oprime y ese rincón se congela, y no hay palabras que nieguen tu existencia insignificante, insípida, inservible.
De esos instantes, que acaban con todo, aun con la soledad y la tristeza. Que transforman al mundo en un hábitat impasible, de rostros desabridos y solo deseas sentir.
De esos instantes, en los que abunda la indiferencia al gusto, al tacto, al placer.
En esos momentos, ¡que venga el amor y me salve! y encuentre en él así, una razón eterna para vivir sumergida en el sentimiento.
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