Ella, con rostro tímido y medido, se asoma curiosamente por la ventana, en lenta noche de sábado. Las voces, efervescentes y maleducadas, se descorchan a la luz de un cielo incandescente. El derrame de bocinas y borracheras se derrama poco a poco, entre guijarro y tierra al desnudo, hasta diluirse en las hendiduras de las sombras.
A luz de media luna, se entromete un incandescente anaranjado de luz a la par de violento portazo noctívago. El ventanal encierra el pequeño cuarto. Entre tactos y soplidos, los desdichados caen confinados ante el rendido de una noche. Monedas, fósforos y llaves yacen perplejos sobre la mesa.
En gula y avaricia, se vierte en limpio el vino blanco. La copa al raz del condensado, observa su par en silencio, esperando el ansiado brindis. El humo de incienso nubla los techos y apacigua el olor a tabaco en las paredes. Sobre la mesa yace el estuche homicida, disimulando entre la muchedumbre su apariencia bruta. Así, las miradas se cruzan, presionando y esperando un brindis que nunca llegó.
Con los ojos cansados y la camisa arrugada, deja el reloj tendido y da sorbo a la copa. Con los ojos cansados y camisa arremangada, calza sus lentes y da sorbo a la copa.
Entre bostezo y picazón, uno toma descaradamente el estuche. Él sabe que allí está la preciada y salvaje arma homicida. Él, consciente y astuto, lo observa precavidamente. Entre el vaivén de los segundos, cada uno en posición defensiva se disponen al embate destino. Con las miradas con todo, se tienden sobre la mesa y contiendan semejante combate.
Mano a mano, con la viveza en los párpados, precipitan sus intenciones en aquel esbozo de gloria. Ambiciosos desean hacerse consigo del mango y del filo, a puro instinto bárbaro de vida y violencia. A cada forcejeo e injuria, puñalada y piña va y viene, en un ensamblado vals de vorágine y asalto. El calor de sus cuerpos erguidos se alza en desesperación y victoria.
Un ensamble de estrategia e improvisación resuena en el fondo del cuarto, moviendo las cortinas, oscureciendole. Los golpes en la mesa resuenan por todas las calles. El vino se vierte en cada apuro y la ceniza que cae sobre las monedas las mueve y ensucia.
La víctima y victimario caen y se ponen de pie, usando todas sus fuerzas en absurdo fanfarroneo de puesta y remate. Con los humos al alto, se insultan y escupen carcajadas uno sobre el otro, porfiados de su supervivencia y salvajismo, mientras relamen carmesí ajeno en sus labios. Sus retinas se fijan en el otro, con odio y consuelo, ignorando el final que toca la puerta. La locura del vaivén los consumía, tal vino y oro, en ambición desmedida y con pecado en las venas. Los manoteos van de un lado a otro, tirada a tirada, punto a punto, con pares o tripletes, sin éxito alguno.
En golpe airado, el vino vuelca sobre la mesa y la sangre lo tiñe todo de rojo. Empapa el piso, las paredes y la luz en una mezcla de alcohol y hervor. El hielo se derrite sobre sus cuerpos calientes y les quema la piel. Las copas se estrellan, clavandose en sus brazos y explotando las venas. Empecinados, prosiguen con la fiereza en sus manos, clavando y ultrajando hasta los huesos, dejando marca irreversible, sin parar hasta que uno se alce con el honor enemigo al hombro.
El sonar de aquella incesante reyerta permanece ensimismado en esas sucias paredes, ignorante de la calle y las farolas. La luna, ingenua y frívola, se aleja desinteresadamente hacia el horizonte. El cielo se tiñe apaciguadamente de azul y las veredas callan sin reproche. Mientras tanto, el crimen que estaba a punto de acontecer, se anunciaba allí a ventanas abiertas, sin público alguno y sin intención de ser visto. El incienso consumido al rojo vivo acompaña la descarada crueldad de tal acto tan despiadado.
El sol, avergonzado de presenciar aquel despilfarro, aún mantiene su luz en su punto más leve. Las luces se retiran hasta la próxima noche y la brisa parece caer postrada hacia el suelo. En plena oscuridad, de aquella ventana no surgen gritos ni estruendos, escapa tan solo haces de luz anaranjada y una que otra soplada de tos.
Con humo en la retina y sin más fuerza en ninguno, los miserables, con las palmas rojizas y sucias, las caras perplejas y cansadas, dan una última bocanada de desdicha hacia el otro, alzando la bandera sobre el llano mar rojo en remate de aquel impetuoso lid. Con la lengua entre los dientes y las yemas desgastadas, toma descaradamente el mango, entre copas rotas y monedas, y lo alza sobre el rostro de su oponente a plena luz de albor, cantando un triunfante futuro. Con la llama en los ojos y el rostro brillante, queda perplejo ante el victimario, quien con sonrisa pícara y mirada burlona, da remate por remate en aquella guerrilla de sangre y cerebro. Rendido frente a su amigo, en desencanto y engaño, siendo preso de su propio ego, cae abatido ante el filo homicida de un disimulado enemigo.
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