Al principio no éramos más que dos niños, nos mirabamos con pavura, y nos sobresaltabamos al contar historias. Dije niños, de esos que se desviven por que los admiren y se entusiasman al relatar la forma en que experimentan el mundo. Como si cada recuerdo, cada gusto, cada canción aprendida, y todas aquellas anécdotas que nos describen que moldean nuestro ser, hubiesen estado hechas para trasmitirnosla.
Luego nos abrazó la adolescencia febril, adolecíamos de cordura. Digo que nos reíamos por horas y de nada. Digo que nos devoramos con la mirada y volvíamos indistinguible cada punto de vacío, de cada punto del perímetro de nuestros cuerpos. Digo adolescentes en serio, con los sueños en el aire y de labios deseosos.
Y en este momento, junto con el invierno, junto con la soledad de un par de días. Como si recién nos diéramos cuenta de la bruma verde que nos rodeaba desde niños, y de cuán desacertado era el futuro que no queríamos ver. Nos sobrevino la adultez, nos pusimos cuerdos y decidimos hablar del dolor.
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