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    De neón y borrón

    Ailin

    May 16, 2025

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    De neón y borrón
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    Puedo afirmar que le conocí en una noche maldita, entre las miradas desorientadas del grupo. Entre Chateau y Merlot. No confiábamos en lo que la vida nos ofrecía. Buscábamos contención, como si la juventud la pudiéramos retratar en una esquina, o en las latas de cerveza que compramos, una tras otra, queriendo animarnos primero tras la reja de una licorera estratégicamente ubicada.

    Las luces ténues brillaban en nuestra piel grisácea, convirtiéndolas en superficies sepia, saturadas, frías. Nos detuvimos ahí, hablando en conjunto, sintiéndonos los niños de la cuadra que jugaban al escondite, a la lleva, a ser mayores, solo que ahora no jugábamos, ahora lo vivíamos, con la música de algunas discotecas explotando a nuestro al rededor, de los carros tocando bocinas, de tráfico lento, de luces traseras encendidas cuando pasaban por la décima avenida que conectaba toda esa manzana de extranjeros y residentes, de personas de todas las edades y las ciudades tan infinitas como esta.

    Le observé de nuevo más tarde cuando todo fue borroso, su cuerpo que chocaba con el mío entre el tumulto. No escuché muy bien su nombre cuando lo pronunció a medias, yo desviaba la mirada a los tatuajes en cada uno de sus brazos, a su corte de pelo extraño, a la ropa que gritaba que no le importaba en lo absoluto lo que pensaran -nunca pareció importarle-, para mí fue descubrir dos cosas al mismo tiempo, el fuego y el hielo: cuando se entra en contacto con ambos, en cierto punto, las sensaciones son completamente iguales, y así éramos, entre la situación que se amenizaba con el humo o con el licor. Miradas mutuas que gritaban exasperación. Lo disfrutaba, disfrutaba su atención. Amaba la manera violenta con la que me desnudaba con la mirada, quería prolongar los segundos para enmarcar esos ojos, llevármelos a casa, ponerles un título, exhibirlos en los museos y galerías, y al final, dejar en claro que se tornó deleitante la primera vez en mucho tiempo que despertaban furiosamente el infierno dentro de mí, la primera vez en que disfrutaba sentirme extrañamente vista. 

    Escarbaba en mi interior sin cuidado alguno, por momentos parecía vulnerable, y luego sonreía y bebía, y seguía bebiendo. La gente satanizaba su capacidad imparable de perderse en el licor como si fuera una señal de despojo, pero yo no pretendía cambiar lo que veía, yo no hablaba de amor porque esa palabra me sabía amarga en la boca, aún me sabe, y jamás reduciría la situación a un hecho tan mundano, jamás aseguraba que eso era lo que nos había ocurrido, asumía, más bien, una sensación catárquica, una liberación que se posaba en dos energías conectadas, dispuestas a colisionar. Cuando parecía que yo decidía cederle un espacio en mí, cambiaba el foco, y entonces volvía a ser suya por ese momento breve. 

    La noche se pinta de salsa y sintetizador, como una mujer recién despierta, alborotada cuando suena el bullicio público, como el llanto de placer de dos que se devoran, y así mismo culminó, tan estrepitosa como acontenció. 

    Las semanas siguientes transcurrieron con agresividad. No volví a verle. Ni volvimos a coincidir. No nos ha interesado extender lo que jamás fue gritado. Suscitamos telepáticamente en lenguas que solo pueden recordar lo que era palpable del vapor del ambiente, memorias confusas de cuando nos perdimos a ojos cerrados, en el baño de foco tambaleante, con la música electrizante, con la complicidad de la casi nula iluminación, y de bocas que sútilmente se tocaron quién sabe si por accidente o con intención, quién sabe si por mi culpa, por mi culpa, y por mi gran culpa, quién sabe si con rock o un bolero de fondo, si fueron segundos o toda la noche dando el espectáculo de roces que culminó en una resaca inaguantable, con la verguenza pegada en los muslos, el caminar suelto, el maquillaje corrido, y su falda levantándose a mitad de la calle, exponiendo el pesar de una noche que jamás sería eterna, pero que pude convertirse en ardiente e inolvidable.

    Ailin

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