Los meses de abril y mayo, encerrados entre los paréntesis de marzo y junio, saben regalar, en el hemisferio sur, un paisaje pintoresco de verdes amarillos y naranjas. Este rubicundo escenario, conocido como otoño, es la antesala del crudo frío y nos prepara, amablemente, para el mismo, con días soleados y frescos, de suéter por la mañana y sudor por la tarde.
Las veredas devienen cuencos, vasijas, féretros. Como las pirámides que supieron contener faraones ataviados en alhajas y oropeles. Como el vellocino de oro, brillando como una estrella, contenido por el cosmos.
Aunque no es del gusto de todos. Solo aquellos con sutileza en los ojos y calma en los dedos pueden distinguir el esmero con que la naturaleza nos comparte y regala sus ritos fúnebres.
El barrendero, asesino de la belleza, vacía los recipientes cada mañana con diligencia. Este trabajo de sicario afortunadamente suele resultar inutil en la medida en que dure la descomposición del ropaje de los árboles.
Puede, incluso, así visto, que sea un trabajo útil. Puede incluso que sea un romance. Que la insistente iteración de la expulsión y la subsiguiente emperrada muerte sean nada más que una manera de seguir encontrándose.
Pobre de aquel barrendero, Prometeo encadenado a su escobilla-Cáucaso. Las muertas folias su órgano arrancado eternamente. Qué bendición la primavera para este noble amante, en donde ve renacer a sus queridas. Qué cruel el otoño, eterna pausa de duelo sobre duelo.
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