Hoy la ciudad destruida por un sismo.
El viejo damero yace a mis pies
y solo quedan paltones cafés,
donde entre las mentes no queda abismo.
Lucía, Antonio, Francisco, Domingo:
por estas calles estalla mi espanto,
que a plena luz no veo ningún santo,
pero entre las ruinas algo distingo:
un batallón de harapientos macabros
desfila arrastrando sus despojos.
En el crepúsculo caminan cojos
y enredándose la lengua en palabros.
Han sido abandonados por la muerte,
quien fuere de estos huachos la nodriza,
por ser críos de raza mestiza:
hijos de exilio y el dolor inerte.
Mas en sus aguijoneadas gargantas,
carcomidas por mil animalejos
(que atiborrándose hicieron festejos)
y en sus encías negras como llantas
se me presenta una virgen cubierta
de un celeste manto, que amante espera
a los muertos bajo esta cordillera,
que quieran bailar con la carne yerta.
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