cumplir años en enero

En seis días habré alcanzado la edad en la que el mundo ha decidido que mi persona se convierte en adulta, y, de alguna forma, debo llegar con mis pies cansados, sentarme en esa mesa, cantar y aplaudir, soplar las velas y pedir los tres deseos.

La familia se alegrará al cántico de que la pequeña ha crecido; habrá fotos familiares que muestran a una niña, una niña que dejé de ver hace mucho tiempo. Una niña que sonríe con la inocencia que solo alcanza quien contempla un mundo que no entiende, que no percibe.

Llego al comienzo de una adultez que conozco desde el día en que esa niña dejó de existir, desde el día en que la violencia rompió la vida feliz que el niño cree habitar.

Desde el día en que el amor, que en los libros era dulce, se ilustraba en la realidad con gritos y llantos.

Desde el primer día que sentí miedo en lo que llamaba hogar.

El día en que se perdió la magia, en que la venda fue arrancada de mis ojos.

Llego al comienzo de una adultez que carga un rastro de diez años escondiendo la última inocencia que esa niña conservó: la ilusión de que alguien la ame, de que alguien la acompañe, de que alguien la salve, que no la hiera… o que, si la hiere, al menos no la abandone.

Quizás hoy muere un año más, y con él, esa inocencia, esa última pieza de niñez, ese último destello de lo mágico. Hoy, donde toda mi vida existía una ilusión, lo único que siento es dolor y soledad. Donde antes había llanto por no sentirme sola, una esperanza, hoy solo queda resignación.

Llego a una adultez que me acompaña desde niña, tejida de tristeza, violencia y soledad. Llego cansada a esa mesa, rodeada de personas y su cariño, que no lograron protegerme de lo que hiere.

Llego cansada a esos “feliz cumpleaños” y a los tres deseos que, sin que nadie lo sepa, dejé de pedir hace años.

Empieza la vida, una vida que me recibe golpeada por el peso de su propia crueldad, sacándome el aire de pecho al intentar sentir esperanza.