Estoy sentada al costado de la mesa, en la cocina. Es invierno, pero brilla un sol intenso que me obligó a abrir todas las ventanas. Intentaré ser breve, aunque mi mente esté sumida en demasiadas interrogantes.
Volví a casa por la noche, luego de visitar la urgencia. No me gusta ir ahí, porque la gente te conoce, y luego se pone a hablar.
El día anterior tuve que presentarme en la oficina destinada a reuniones, que esta vez me pareció mucho más pequeña.
Mis compañeros ya habían comenzado, por lo cual me dediqué a ordenar mis cosas —mi libreta, el lápiz— para incorporarme.
Sin embargo, no tardé en percatarme de que algo raro pasaba allí.
A cuatro cuerpos de distancia, la cabeza de uno de ellos parecía reblandecida. Transparente. Más frágil. Me quedé mirándole hasta que tuve que desviar la mirada.
Él seguía allí, hablando, mirándome directo, sin parpadear.
Su boca cubría casi toda su cabeza. No perturbaba a nadie más que a mí.
Por los nervios me metí al celular mientras algunos me miraban de reojo. Ellos creen que no los escucho o no los veo, pero es justo en estos momentos en que mi atención está por encima de la alerta. Podía verlos mientras fingía mirar el celular.
Sus caras no eran las mismas. Me dio la impresión de que no era la gente que yo conocía.
Lo malo de esta situación era que se me hacía imposible excusarme. Me parecía que no sonaba creíble. Que yo no sonaba creíble. Incluso cuando realmente necesitaba salir.
Cuando se me pidió la palabra, tomé mi libreta y compartí mis apreciaciones. Palabras que uso a menudo cuando se trata de temas similares.
No obstante, desconocía su comportamiento cuando se enojaban.
Mientras su tono se encolerizaba, el golpe dado a la mesa provocó que su brazo se saliera. Nadie se movió. Nadie gritó.
En cambio, lo ayudaron a colocarlo de nuevo en su lugar. Lo que caía al suelo era gelatinoso.
Otro sacó un espejo para rascarse la mejilla, dejando caer sobre su cuaderno un trozo de piel. Debajo, un intenso color rosa le llegaba hasta la oreja.
Mi cuerpo, paralizado, dejó caer la libreta. Y cuando, de forma automática, me agaché a recogerla, salí corriendo.
Evité hablar con la gente al salir. Subí al auto y aceleré. Al llegar a casa, bajé las cortinas, tomé una ducha.
Evité comer, abracé a mi gato, le cambié la cama a mi perro y me encerré en mi cuarto.
Ahí, recién, logré analizar la situación.
No es la primera vez que sufro alucinaciones. Suelo ver insectos brillantes, pero yo sé que son eso, porque no se ven reales.
Pero esto no puedo explicarlo.
Al recoger la libreta, vi a Ignacio arrastrándose hacia mí, tratando de separarse del cuerpo viscoso que lo estaba consumiendo.
Imagen de Pexels. Propiedad de Kaboompics.com

Verónica Abir
Solo lo intento cada día, como respirar. Ves tus ruinas como son, libres de la ilusión, las expectativas (...) de modo que por fin puedes empezar a contar las tuyas. BELMAR, Issac
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