Cueva
—Qué rico sabe este té —le dijo su madre, sirviendo una segunda taza—. ¿Podrías conseguirme más?
Enrique se quedó pálido, tratando de ocultar cómo se mordía la boca por dentro. Esperaba esa pregunta desde que su madre, una fanática acérrima por todo lo que fuese una hierba aromática, descubriese las hojas molidas y divididas para hacer infusiones. En una primera instancia puso el grito en el cielo, convencida de que su perfecto muchacho estaba traficando droga.
—¡Qué está pasando acá! —gritó furiosa a un adolescente que recién salía del baño.
—Mamá… eh —tartamudeó, comprendiendo al instante que había encontrado su tesoro—, es un regalo… ¿para ti? —finalizó, tratando de sonar convincente.
—¿Es para hacer tecito? —consultó ella, retomando la calma, hundiendo las manos en las hojas molidas. Pudo reconocer muchos aromas naturales, un poco de manzanilla y un pequeño toque de nuez—. Huele delicioso —tomó un puñado para alejarse hacia la cocina.
El chico resopló aliviado, yendo a vestirse para poder bajar a donde estaba su madre, la cual había sacado toda su artillería para beber té: las tazas pulcras, la tetera blanca, el agua purificada y las galletas de limón.
—¿Quieres tomar una taza? —le consultó, y él tan solo asintió en silencio.
De tanto en tanto miraba de reojo a su madre, esperando algún tipo de cambio mágico en ella. No vio nada, pero el ambiente se tornó inesperadamente calmado y puro, aire primaveral entrando por rendijas invisibles, incluso pudo escuchar una melodía. Intrigado, se asomó por la ventana, viendo montones de pajarillos sobre una rama, cantando una canción que le recordaba a Emma.
—Perdón, hijo —dijo la madre casi en estado hipnótico—, jamás debí pensar eso.
Enrique le dio un beso en la coronilla, tomó su taza y se retiró a su habitación en silencio.
Desde ese día estaba esperando el momento en que la madre le solicitara más. Ella recurría a ese ritual cada vez que estaba triste, cosa bastante común, considerando que hacía muchos años que estaba trabajando en exceso para mantener el hogar. El padre había fallecido hacía un par de años y la mujer decidió tomar las riendas de todo desde la partida nefasta del proveedor. Era, en consecuencia, una mujer bastante agotada por la vida, cuyo único refugio era su jardín, donde cultivaba hierbas para hacer sus tés.
—Podrías conseguir una raíz —comentó ella, despreocupada y calmada, como hacía años no estaba—; con eso podría tener y no te molestaría otra vez.
Quizás era la tranquilidad que las hojas le daban, porque no siguió preguntando más sobre cómo obtener la planta. Enrique, por su parte, se veía debatido con cada taza que la madre preparaba. Era la cuenta regresiva para tener que hablarle a Emma otra vez.
Desde que ella le había dejado el regalo a sus pies, él la evitaba. Quizás queriendo dejarle en claro que no le contaría a nadie lo sucedido, o tal vez porque aún le daba miedo recordar la fuerza del vuelo de ella. Le parecía incomprensible que ese ser tan frágil tuviera la fuerza y agilidad para desplazarse por el aire. También se quedaba en su pupitre, soñando que podía verla volar, recorrer el cielo y mirar los bosques desde las nubes. Despertaba de ese letargo recordando las caras de odio que ella solía darle, suspirando ante su incapacidad de acercarse sin enfadarla.
Emma, en cambio, estaba aún con los presentimientos que las veces anteriores. Había cometido una imprudencia demasiado grande: darle a un humano un poco de magia en forma de hoja. No entendía por qué cuando estaba transformada frente a Enrique, salía su parte más impulsiva a flote. No lo suficiente, pensó, recordando que en esos momentos siempre estaba dispuesta a enterrar las garras.
Ahora ella notaba que él se estaba distanciando, evitando los espacios, las miradas y los encuentros casuales. Era Emma quien miraba sobre su hombro, extrañándose de no ver los ojos verdes sobre ella. Y nuevamente caía en ataques de rabia, que disimulaba con su andar de ninfa despreocupada, que no entendía por qué no se calmaba por esa distancia que Enrique ponía entre ellos.
—¿No era esto lo que quería? —se consultaba, mordiendo el borde de un lápiz, para después alejarlo de su boca con repulsión.
Sonó el timbre justo después, terminando la jornada. Emma notó cómo todos sus compañeros se alejaban, sobre todo Enrique, quien prácticamente voló de su puesto para irse a su casa. Los jóvenes se acercaban, hacían planes, se tomaban de las manos o de plano se abrazaban, ebrios de libertad condicional, hasta el próximo día, cuando tendrían examen de matemática.
La chica guardó sus cosas en silencio. Era parte del precio de ser una descendiente de las guardianas; necesitaba tener conocimientos sobre el mundo humano, los necesarios para mantener el equilibrio y protección que el bosque necesitaba. Eso significaba, además, que no le estaba permitido relacionarse con nadie. Era por eso que había recuperado la pluma, se recordó, tratando de consolarse con que había hecho lo correcto.
Tomó su mochila, se retiró del lugar, llevando sus pasos hacia la biblioteca del lugar. La cueva, húmeda pero acogedora, no era un espacio ideal para repasar materias. A veces, tenía demasiadas cosas que hacer, rastros que ocultar y criaturas que proteger. Los padres de Emma estaban en su trabajo, con el cual ganaban lo suficiente para darle los artículos escolares que ella necesitaba. Lo consideraban una traición a sus orígenes, pero después ambos descubrieron que era un trabajo bastante sencillo, sobre todo considerando sus poderes naturales. Sin embargo, eso los hacía alejarse por bastantes días de las montañas.
Sacudió la cabeza, guardó los elementos y dejó de estudiar para retirarse a su hogar. Miró por encima del hombro, más por costumbre que por otra cosa. Se sentía cansada y fatigada, porque sobrepensar toda esa situación le quitaba las pocas horas de sueño que podía tener. Entonces se encaminó hacia la montaña, tarareando canciones antiguas y llamando a las mariposas con su voz.
No pudo darse cuenta de que Enrique la estaba siguiendo desde que ella salió del colegio. Había ocultado sus pasos con toda la pericia que ganó en los días anteriores, esos en los que la miraba por los rincones, sin que ella sospechase nada. Se dio cuenta hacia dónde iría la chiquilla, así que tragó saliva, ahuyentó los fantasmas que lo acosaban y continuó siguiendo sus pasos.
Entraron al bosque de color verde esmeralda, donde los rayos de sol luchaban en medio de las ramas para llegar a la tierra; la tierra parecía recién descubierta y el aroma salvaje lo mareaba. Enrique se repetía a sí mismo la petición de su madre, consciente de que estaba ingresando en terrenos inexplorados, de los cuales era poco probable volver seguro.
—¿Qué quieres? —preguntó en voz alta Emma, deteniéndose de súbito y hablándole a los árboles.
No supo qué responder. En parte esperaba que le estuviese hablando a alguien más y, en otra parte, el cuerpo volvía a temblarle como cuando la veía transformada en arpía. El miedo, el sentimiento visceral que le traspasaba el cuerpo, los órganos y la sangre, lo mantenían en estado paralizado, sin atreverse a dar otro paso.
La chica cerró los ojos y susurró palabras antiguas que el muchacho no entendió. El viento comenzó a deslizarse por su cuerpo, lento para después ir generando velocidad. Descubrió, aún más aterrado, que el aire funcionaba como especies de cadenas, impidiéndole seguir adelante.
—¡Ayuda! —gritó—. ¡Emma! —replicó desesperado, con el cuerpo entumecido de frío, con el cortante viento deslizándose dolorosamente por sus piernas, brazos, manos y rostro.
Emma, ya segura del lugar donde estaba el extraño, se acercó a él a través de grandes zancadas. Sus grandes ojos negros se abrieron más al comprobar que quien la seguía era Enrique. Al principio, cuando las raíces de los árboles le dijeron que su compañero estaba siguiéndola, ella no quiso creerles, porque estaba segura de que él la había olvidado rápidamente. Un ligero palpitar de su corazón, las palmas sudadas y una extraña alegría invadieron su ser cuando se percató de que era él. ¿Estaba contenta porque él la había seguido?
El aire se desvaneció al ritmo del corazón de Emma. Enrique quedó de espaldas, dolorido por el golpe de la caída y el frío que aún le calaba los huesos. Trató de abrir los ojos, ponerse en pie y correr; sin embargo, una extraña y poderosa bruma le impidió cumplir sus deseos, quedando pálido e inmóvil sobre el suelo.
Cuando despertó, lo primero que notó fue el aroma a humedad, olvido y nueces en el ambiente. Trató de levantarse, pero unas manos lo acostaron sobre una cama mullida de hojas.
—Deberías esperar a que despiertes por completo —era Emma, sentada a su lado, tocándole la frente con sus dedos tibios.
Enrique creyó que podría morir ahí mismo. Estaba cerca de ella, como antes soñaba en los días pasados, que parecían una eternidad. Recordó cuando la seguía al inicio, hechizado por su lentitud y calma insoportable, tratando de acercarse a ella sin lograrlo de ninguna manera. Revisó el lugar, encontrándose en esa extraña cueva tibia, con el techo lleno de collares y piedras de colores, espacios repartidos con extrañas palabras indescifrables. Eso y la presencia de Emma le hicieron pensar que:
—¿Morí?
La chica casi se cayó de la impresión. Enrique ni siquiera parecía enfadado o asustado; su expresión era de alguien que salió del infierno y encontró el cielo prometido. Se rió, sabiendo todas las leyes que había quebrado, los líos en los que podía meterse por culpa de él. Pero era tan chistoso e irreal que su primer pensamiento fuera estar en el cielo, que no se contuvo y su risa salvaje inundó todos los rincones de la cueva.
—El golpe fue muy fuerte —puntualizó ella con las manos en su estómago, tratando de calmarse.
Enrique tuvo una revelación. De pronto, Emma era mucho más que cualquiera. Era lo más fascinante que conocería en su gris existencia. Su risa, esa que acababa de escuchar por primera vez, le daba la sensación ancestral de que la había escuchado hace mucho tiempo. Casi podría decir que la amaba desde antes, como un presentimiento que esperaba desde el momento de su concepción.
—¿Enrique? —le consultó, acercándose, dejando que su aliento a bosque entrase por sus narices—. ¿Sigues acá?
—Perdón —tocó el borde de las sábanas—. Yo… es decir —apretó las manos como puños—, ni siquiera sabía por dónde comenzar.
—Pensé que me odiabas —le confió ella despacito.
—¡Jamás! —se levantó de un salto, agarró sus manos y se quedó sentado para decirle con toda la seguridad que tenía—. Yo nunca…
Estaba tan cerca: la nariz respingada, las pecas, el cabello largo de color negro, resaltado por mechas blancas, el suave respirar de Emma, la boca rosada, los brazos blanquísimos. Todo en ella, en medio de los fantásticos hechizos del bosque, era demasiada emoción para Enrique, quien soltó sus manos y finalizó diciendo:
—No, a ti jamás.
Emma giró la cabeza hacia la izquierda y ululó, causando que el chico riera con ella.
—Entonces, ¿qué te impulsó a seguirme a mi morada? —le consultó, recobrando con ello su elegancia acostumbrada.
—Mi mamá encontró las hojas.
Un escalofrío recorrió la espalda de Emma al escucharlo.
—Solo quiere la raíz —se apresuró a explicarle—. Ella… está muy sola. Ama las plantas y…
No supo cómo continuar, entonces Emma le puso el dedo sobre la frente y con la otra mano posó sus dedos sobre su boca, pidiéndole que guardase silencio. Enrique le hizo caso, permitiendo que ella entrase dentro de los recuerdos de su madre. Con cuidado, para no tocar ningún sentimiento privado, la arpía navegó entre los primeros recuerdos de la madre: el cuidado, la abnegación, el jardín con hierbas, las tazas de té, la música lenta, los únicos espacios de calma dentro de la horrible realidad de estar sola.
—Me es imposible darte la raíz —dijo ella, triste—, pero puedo darte más hojas cuando quieras.
—¿Lo dices en serio?
—Claro. Solo es cuestión de pedírmelo.
Enrique se sintió un completo idiota por haber pensado tantos planes ridículos, y nunca considerar que podría ser tan simple como hablar con ella. Bueno, él no le dijo nada, pero se entendía, ¿verdad?
Emma extendió su mano y lo acompañó hasta la salida, dejándole en una bolsita las hojas requeridas.
—Nos vemos mañana —le dijo él, abrazándola antes de partir. Después, se alejó rápido, tratando de calmar los latidos de su corazón.
La chica, por su parte, se quedó con la sensación del calor constante que emanaba de Enrique. ¿Era la primera vez? Estaba segura, esa seguridad que él le transmitía la sintió desde antes… quizás desde el momento que lo vio a los ojos verdes.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión