Me bañé con agua fría. Podría parecer un detalle menor, una incomodidad cotidiana. Pero fue mucho más que eso. El frío me atravesó como un recuerdo enterrado que de pronto despierta con furia. No fue solo agua helada cayendo sobre mi piel, fue una escena completa, viva, violenta, que mi cuerpo recordó antes que mi mente: yo, chiquita, temblando bajo la ducha, mi madre castigándome en pleno invierno con agua helada.
No lo tenía presente. No así. No con esa claridad corporal que te paraliza. Me sentí otra vez una nena indefensa, con el miedo encarnado, con la piel ardiendo por el hielo, con el alma hecha un ovillo. Y ahora estoy acá, en la oscuridad de mi cuarto, tratando de escribir lo que siento. Me invade una mezcla de humillación, miseria, ultraje.
Hay momentos en que el presente se convierte en una trampa del pasado. Basta algo mínimo para abrir esa puerta mal cerrada. Un olor, una palabra, una gota fría. Y de pronto estoy otra vez ahí: en el pasillo techado que conectaba el patio con la calle, ese pasillo donde mi mamá me dejaba toda la noche como castigo. De pie. Sin poder sentarme. Sin poder llorar. Porque si lloraba, llegaban los golpes, y esa frase que todavía me retumba como un eco cruel: “¿Querés que te dé motivos para llorar?”.
¿No era suficiente lo que ya pasaba? ¿No bastaba el frío, la soledad, el miedo?
Recuerdo desear morirme a los siete años. Recuerdo sentir culpa porque mi mamá no me quería. Como si el error hubiera sido mío. Como si yo hubiera pedido llegar al mundo en su juventud, interrumpiendo sus sueños o profundizando sus frustraciones. Ella me lo dejaba claro: siempre era mi culpa. Yo era el problema. Yo pagaba los platos rotos.
Le recé a Dios tantas veces. Le pedí que me salvara. Pero el cielo estaba en silencio.
Crecí entre golpes, gritos, amenazas. Una vez me pegó tan fuerte con una percha que me llenó el cuerpo de marcas. El colegio tuvo que intervenir. No recuerdo bien qué pasó después, si hubo denuncia, si alguien la enfrentó. Solo recuerdo que, luego del estallido, vino su voz dulce. Yo quería creerle. Quería sentirme amada. Le tenía tanto miedo… que la perdoné. Y claro, todo siguió igual.
La violencia era el idioma cotidiano. Cuando fui más grande, a los once o doce, rezaba cada noche para no despertar. No por dramatismo, sino porque realmente sentía que sobraba. Mamá me repetía que debía haberme muerto, que tendría que haberme abortado, que no entendía por qué me había tenido. Y yo, como una esponja rota, absorbía esas palabras y las convertía en verdad.
¿Para qué servía yo? Para traerle problemas, decía ella.
Y yo me lo creí.
Nunca supe qué hice tan mal. Era una nena. Traviesa, sí. Como todas. Después, ya más grande, empecé a buscar atención donde fuera. Porque me sentía invisible. Porque necesitaba que alguien —cualquiera— me vea. Quería ser parte de algo. De alguien.
Aún hoy, casi adulta, sigo preguntándome por qué tanta crueldad. Veía a las mamás de mis amigas abrazarlas, hablarles con dulzura, ir a sus actos escolares. Y me carcomía la envidia. Yo nunca supe lo que era eso. Nunca me arropó. Nunca me contó un cuento. Nunca merendé en paz al volver del colegio. Volver a casa era, para mí, volver al infierno.
Crecí sin una madre cómplice. Sin un refugio. Hoy, ya grande, ella me dice que me ama. Que está orgullosa de mí. Pero hay dolores que no se borran con palabras. ¿Cuánto sufrimiento me habría ahorrado si hubiese sido así desde el principio?
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