Hay días en los que no reconozco ni mi propia vida. Abro los ojos, miro a mi alrededor y no encuentro sentido a nada. Todo me resulta extraño: las paredes, el color de las cortinas, el orden —o el desorden— de las cosas. Observo mis pertenencias y no me reconozco en ellas. Como si alguien más hubiese habitado este espacio, este cuerpo, y hubiese decidido por mí cada objeto, cada paso, cada palabra que hoy ya no me pertenece.
El espejo me devuelve un reflejo cansado, una mirada que busca sin saber qué. Me hablo en silencio, pero no hay respuesta. Solo ese murmullo constante que pesa más que el ruido: la duda.
Contemplo, entonces, la idea de no moverme. De quedarme en la cama, con la cabeza hundida en la almohada, porque así, al menos, mi mente guarda silencio. En la quietud no hay preguntas ni exigencias. En la quietud no hay que demostrar fuerza, ni dar explicaciones. En la quietud, desaparezco un poco. Y a veces eso basta.
Pero incluso en medio de ese vacío, algo dentro de mí se resiste. No es valentía, no es motivación. Es apenas un hilo delgado, invisible, que me jala de vuelta. Un latido. Un susurro. Una chispa que se niega a apagarse del todo. Quizás es la costumbre de seguir. O quizás es el eco de lo que alguna vez fui y no quiero perder del todo.
Me permito quedarme un instante más. Escuchar ese silencio, respirar hondo. No entenderlo todo. No tener respuestas. Dejar de exigirme claridad y simplemente ser. Porque tal vez en esta confusión también hay una forma de estar viva.
Y entonces, sin saber muy bien por qué, decido mover un pie. Luego el otro. Me siento al borde de la cama,bajo los pies. Miro hacia la ventana. El mundo sigue ahí, intacto, esperándome con su indiferencia habitual. Y yo, aún temblando, elijo levantarme. Porque quizás, solo quizás, al andar… me vuelva a encontrar.
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