CUANDO NADIE ME RETA

Fumaba más que yo. Bastante más. Y, sin embargo, cada vez que me veía encender uno, me retaba. Lo hacía con esa mezcla entre cariño y fastidio que solo tienen los que alguna vez intentaron salvar a alguien. Yo la dejaba hablar y me quedaba mirando las luces de la calle por el ventanal. Tenía 27 años. Ella también.

Tenía la piel blanca. No pálida: blanca. Como un talco. Tenía marcas, rayas, cicatrices. Se le notaban más cuando comía en silencio, o cuando hablaba del pasado con la vista clavada en el plato. A veces me contaba cosas que parecían inventadas, pero no lo eran. Yo la escuchaba, siempre la escuchaba. Era más inteligente que yo, y también se sentía más rota. Yo tenía más ganas de estar bien, o al menos de encontrar más colores.

Me gustaba su piel. No solo por lo suave, sino por lo que escondía. Me gustaba tocarla. A ella le molestaba un poco, pero se dejaba. Siempre nos veíamos de noche, así que nunca pude ver bien sus pecas. Estaba llena de pecas. Miles. Un mapa, o un cielo. Siempre pensé que, si alguna vez la veía a plena luz del día, iba a descubrir alguna constelación nueva en su espalda.

Sus labios eran finos. Lindos. Y ella también era así: fina. Como sus líneas. Tenía algo que no era de este tiempo, como si hubiese vivido otra vida antes y le hubieran quedado restos de otra educación, otra sensibilidad. No sé cómo explicarlo. Solo sé que yo quería estar cerca. Aunque fuera por ratos. Aunque se escapara después.

Hace poco hablamos. Me dijo que había estado viviendo el amor. Así lo dijo: estaba. Me lo contó sin dramatismo, como quien comenta un viaje. La noté tranquila.

Le dije que yo andaba bien, lo cual es cierto, lo que no le dije es que a veces la pienso. No muy seguido, pero la pienso. Sobre todo cuando es de noche, enciendo un cigarrillo y nadie me reta.