La verdad es que nada es más adictivo que el pasado. ¿Quién no quisiera reencontrarse con un ser querido? ¿O revivir los momentos más significativos de su vida? Pero los recuerdos, incluso los buenos, tienen un apetito voraz. Si no tienes cuidado, te consumen.
Al principio se presentan como refugio. Un lugar cálido, sin riesgos, donde todo ya ocurrió y sabes exactamente qué esperar. Pero con el tiempo, ese refugio se convierte en trampa. Te quedas atrapado en lo que fue, intentando encontrar respuestas que ya no importan o buscando señales que nunca existieron.
Y lo peor es que el pasado no se conforma con visitas breves. Si le abres la puerta, se instala. Empieza a dictar tus decisiones, a moldear tu presente con la forma de lo que perdiste. Te hace dudar. ¿Y si hubiese dicho que sí? ¿Y si me hubiese quedado un poco más? ¿Y si no me hubiese ido?
El pasado sabe jugar con las grietas. Las lame como si pudiera cerrarlas, pero solo las hace más hondas.
Por eso, a veces, lo más valiente no es recordar, sino decidir no volver.
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