Cuando el invierno se llevó mi luna

Primavera fue nuestro eclipse:

no el de astros ni cielos,

sino el de los destinos rotos,

cuando tus ojos tocaron los míos

y la luna se desbordó en un mar sin orillas,

un aluvión de luz que se volvió tormenta.

Fuimos dos lunas llenas,

girando en órbitas invertidas,

bailando la coreografía del choque inevitable,

enamorados de la destrucción,

sedientos de un impacto que borrara el recuerdo del sol.

Verano nos hizo constelación efímera:

mapas dibujados en piel muda,

promesas tatuadas con dedos temblorosos,

cada beso, una estrella fugaz condenada a la extinción.

Tu voz, órbita errante;

mi cuerpo, planeta perdido,

feliz de girar sin solsticio ni amanecer.

Otoño arribó con su aliento helado,

hojas caídas en caída precisa,

promesas que no germinaron jamás.

La luna menguaba, tú callabas,

y yo menguaba hacia adentro,

a la oscuridad donde nadie osa posar la mirada.

Invierno fue ausencia sin nombre,

un colapso silencioso de galaxias internas,

un secreto roto en el tejido del tiempo.

Tu silencio: agujero negro voraz,

devoraba sin romper,

una devastación sin sonido.

Nuestra luna,

esa luna que fue nuestra,

se tornó nueva, invisible,

entera solo en su destrucción.

Porque el amor no muere,

se vuelve inhóspito,

un refugio olvidado,

una órbita sin planeta.

Yo fui sol alguna vez,

pero amarte fue convertirme en sombra,

desvanecerme para que tú pudieras brillar sin culpa.

Nadie mira dos veces a la luna nueva,

esa luna sin reflejo,

esa luna sin regreso.