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Crónicas de una viajera solitaria

Feb 6, 2025

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Crónicas de una viajera solitaria
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Pasé por muchos viajes en mi vida. Tal vez más de los que puedo recordar, y lo más probable es que más de la mitad hayan sido viajes en soledad. A decir verdad, siempre me gustó más viajar sola que acompañada, no por amargada, sino porque me siento con más libertad de elegir mis destinos y el tiempo que quiero dedicarle a cada uno de ellos.

Hace veinte días decidí escaparme unas semanas a El Bolsón. Fue todo un desafío evitar estar corriendo con cada detalle que me faltaba: el hospedaje, la mochila, los destinos por visitar, cuánto dinero extra necesitaba llevar, ¡cuándo iba a volver! Todo era demasiado abrumador si lo pensaba, así que, por primera vez en mucho tiempo, decidí no ser una persona estructurada y dejar que todo suceda como tenga que suceder. Creo que le dicen ser espontánea. O relajarse. O chill.

Una vez que llegara a Bariloche, planeaba hacer dedo en la ruta, porque no contaba con mucho presupuesto para gastar, mucho menos en taxis. Además, confiaba en que iban a levantarme. Tenía mi mochila gigante con la carpa incluida, y no era la primera vez que hacía esto.

—Una vez que esté en el camping, voy a acomodarme mejor—. Pensé.

Llegué a las 9:00 al aeropuerto de Bariloche, hasta que agarre la mochila y salí de ahí, se hicieron las 11:00 y ya tenía hambre, pero ir a comer iba a hacerme perder tiempo, no quería parar hasta que alguien me levante y me acerque lo más posible a El Bolsón.

Caminé más de lo que hubiera deseado. Llegué casi al centro de Bariloche, pero sin desviarme de la ruta que me llevaría a mi destino. Estaba agotada, con hambre y de malhumor.

—   ¿Quién me mandó? — . Me quejé en voz alta.

A eso de las 14:00 pasa una camioneta Ford Maverick, a todo terreno. La verdad es que no pensé en que iban a levantarme con mi cara de pocos amigos, pero apenas me vieron se hicieron a un lado de la ruta para frenar.

—   ¿Hasta dónde vas?

—   Hola, buenas tardes. Voy hasta El Bolsón, pero lo más cerca que me puedan alcanzar, se los agradecería.

—   Vamos hasta ahí. Subí.

Me saqué la mochila, la tiré adentro de la batea y subí. No podía creerlo. Pensé que mi destino iba a ser quedarme en alguna terminal, con frío, sucia y cansada hasta el día siguiente que volviera a juntar fuerzas para arrancar. En ese momento agradecí tanto a esas personas y me sentí tan aliviada, que mi cara se volvió simpática de nuevo y hasta me olvidé del hambre.

Llegamos a eso de las 16:30. Me dejaron a unas diez cuadras del camping en donde me iba a quedar, Los Álamos.

Tan pronto llegue al camping, Luisana, la dueña, me recibió con mucho afecto.

—   ¡Amiga, tanto tiempo! —. Se acercó emocionada y me abrazó.

—   No mucho, Lu. Pasaron 8 meses, y te dije que iba a volver para enero.

—   Me alegro de que estés acá. Te guardé la parcela especial.

Conocí a Luisana hace cuatro años por una compañera del trabajo que me recomendó su camping. Vine en unas vacaciones y luego se convirtió en uno de mis lugares favoritos de todo el mundo. Ella siempre fue amorosa y muy atenta. Además, su camping estaba muy bien cuidado. Cuando le das dedicación a algo, se nota, y tanto ella como su familia eran muy dedicados con su pedacito de tierra que, con tanto amor, compartían con los turistas todo el año.

No puedo identificar con número de hectáreas lo inmenso del lugar, pero puedo describir cómo era su división. Tenía una entrada con un portón de madera reciclada, de los árboles que iban cayendo a lo largo del año. Arriba del portón, en horizontal, tenía un cartel, también de madera y barnizado en un tono nogal que decía "Bienvenidxs a Los Álamos" en letra cursiva, con un dibujo del árbol que le daba su nombre del lado derecho.

Apenas entrabas, del lado izquierdo, estaba la cabaña de anuncios, en donde te atendía Leticia, la mamá de Luisana, siempre sonriente y con un tono de voz cálido y familiar. Hacia el fondo, estaban los dormis, que parecían cabañas industriales, hechas también con madera reciclada de los árboles del lugar y hierro. Del lado derecho, estaba el salón de proveeduría que atendía el padre de Luisana, Walter. Un hombre dulce y servicial. Tanto al mediodía como a la noche, este salón de proveeduría también se convertía en un restaurante y sala de estar para cargar los celulares que, además, era la mejor zona para usar WiFi.

Hacia al frente estaba la entrada de autos, con caminos exclusivos para que puedan pasar y senderos para quienes estén caminando alrededor. A los costados, se podía apreciar la arboleda inmensa del parque. Árboles de todo tipo, tamaños y años de antigüedad. Sobre todo, había muchos robles, mi árbol favorito. Crece de forma silvestre en Chile y en Argentina. Su corteza gris oscura y su tamaño siempre me hicieron sentir chiquita e insignificante, pero protegida.

La mejor parte es mi parcela. Digo mi parcela porque, aunque no la haya pagado como parte de mi propiedad, Luisana ya sabe que es mi parte favorita, por varias razones: primero, tiene un poste de luz con excelente iluminación y una toma corriente. Segundo, la parrilla tiene el tamaño justo para todo lo que necesito, está al lado del poste de luz y cuenta con una mesa y un banco de material. Tercero, la llanura está limpia, libre de piedras para colocar mi carpa. Cuarto, los baños no están lejos pero tampoco estoy tan cerca de todas las demás personas, lo que me da más privacidad. Quinto, y último punto, estoy al lado del Arroyo Raquel. Su agua helada y cristalina es parte de mi ritual, de mi bautismo de cada viaje, estoy a pocos metros de su descenso. Es mi mirador principal.

Cuando Luisana me dio la bienvenida, me acompañó hasta mi parcela mientras charlábamos de lo que hicimos cada una en estos meses. Al llegar, ella se fue y me quedé armando la carpa, que no me llevó más de quince minutos. Luego, deje mi mochila adentro y saque lo necesario para cocinar a la noche. Preparé el interior con el aislante y la bolsa de dormir, decidí darme una ducha y disfrutar de una siesta que me pareció una eternidad. Las tardes del sur en verano son interminables. A las 22:00 desaparece el último rayo de sol. Para entonces, ya tenía todo afuera. La cacerola, los cubiertos, la salsa, los fideos y el carbón. Preparé la parrilla y busqué mi encendedor para comenzar a hacer el fuego. Había juntado algunas ramas cuando caminábamos con Luisana, pero todas estaban húmedas y no lograba encender ni un papel.

— Lo que me faltaba—. Me senté a un costado y cerré los ojos. Suspiré profundo a modo de queja y, luego de unos minutos, volví a abrirlos. En ese momento, mi vista se encontró con la figura de una chica de pelo rubio, tal vez tirando más a blanco o ceniza, hasta los hombros, lacio y con un flequillo que podría estar cortado por ella misma. Estaba abrigadísima, pero con estilo. Tenía una visera y un septum.

No tenía los lentes, pero podía visualizar cada uno de sus pixeles, como si mi vista de repente se hubiera convertido en un lente profesional.


No sé si estaba disociando, si me estaba durmiendo y estaba a punto de soñar, o me quedé hipnotizada, solo sé que no podía deja de observarla.

Estaba haciendo su fuego, contenta, abrigada, y sola, al parecer. Por un momento, pensé en acercarme a preguntarle si podía prestarme un encendedor. ¿Pero para qué? Si yo tenía el mío. Después pensé en preguntarle si sería tan amable de ayudarme a prender el fuego. Pero, ¿y si se lo tomaba mal? Al fin y al cabo, era una desconocida con mala cara en el medio de la oscuridad. Pareciera que estuviera buscando excusas para acercarme a hablarle, con un poco de desesperación, ¿o eran ansias? Me intrigaba escuchar el tono de su voz. Además, estaba practicando mis habilidades sociales. Era una buena oportunidad para ponerme a prueba.

Después de varios minutos enroscada en mis pensamientos, pero sin dejar de observarla, decidí acercarme para pedirle ayuda con el fuego.

— Hola... Buenas noches—. Titubee mientras me acercaba a un lugar más iluminado para que me viera—. Disculpá que te moleste, pero veo que podés ser de gran ayuda en mi parcela con tu habilidad para hacer fuego—. Miré su parrilla con las brasas que estaban en el punto justo, cuando ya no necesitan de atención para que se mantengan vivas. Ella se rió.

— Sí, obvio que te ayudo. El lugar está un poco húmedo. Seguro sea eso lo que no te deja hacer el fuego. ¿Juntaste ramas? Yo creo que tengo algunas secas. Dejame ver.

Ella se fue al costado de su carpa a buscar ramas secas. Volvió y las alzó para mostrarme que sí las tenía y nos fuimos caminando hasta mi parcela. Su tono de voz era como lo imaginaba, sonreí al darme cuenta y caminé atrás de ella. —Qué amable, y qué linda—. Temí decir en voz alta.

francina

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