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Criollada Norteña.

Feb 17, 2025

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Criollada Norteña.
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Canciones ambiguas flotaban en el aire, susurradas por un pueblo hundido en sombras, llorando la partida del maestro, penando con la voz quebrada de quienes solo saben amar cuando la muerte acecha.

El sinrazón rondaba la escena, anunciando un mal presagio, y su procesión, lejos del blanco solemne, se vestía de colores infernales. Los murmullos se derramaban por las calles, tejiendo rumores sin esperar siquiera la caída del sol.

— Dicen porahi que le hicieron leña el corazón y el guardia hace rataso lo encontró empastillado, bien recojudo pa’ irse así.

Pero esa vez su amado no llegó.

Solo un manto árido se encargó de tragar su huesamento.

…Chismes, rumores, lamentos.

Todo de bocas que nunca supieron que el infierno tenía peso sobre el andar absurdo del gris adorado de nadie.

Y aunque su cuerpo yacía inerte, una imagen tras otra se punzaba sin permiso en sus entrañas, insolente incluso en la muerte. Eran los últimos destellos de su amor… ¿O de su asesino?

—¿Vos decís? ¡Caray! Y todos creíamos que era elegantisisísimo, pero mirá en lo que termina.

Cada última llamada había sido un ruego —Las llamadas nunca salieron— y en la mensajería de su teléfono de época se apilaban los mensajes humillantes, los que todo ser herido habría escrito, pero nunca enviado.

¿No? ¿Cualquiera lo haría?

O solo don elegante.

Ese no fue el final. Por lo menos, no el suyo. Su cuerpo se hundió en la tierra, pero su alma no supo cómo descansar. El luto ajeno e hipócrita se disipó en copas y habladurías; y cuando todo calló, cuando el último visitante se alejó del panteón, él intentó salir. Caminó sin rumbo entre tumbas torcidas, tropezando con nombres ajenos, rasgando la noche con su desesperanza.

No sintió miedo. No sintió dolor. Solo un ansia insaciable:

verlo a él.

Porque debía saberlo, tenía que saberlo.

¿Cómo es que seguía viviendo como si él nunca hubiese muerto? ¿Es que nadie le había dicho? ¿O acaso lo sabía y simplemente no le importaba?

En su condena errante, descubrió que no era del todo cruel. En algún rincón olvidado del cementerio lo llamaba un cigarro a medio consumir, abandonado sobre una lápida anónima. Lo encendió con la chispa de su rabia y dejó que el humo llenara el vacío que ni su fin carnal pudo colmar. En cada calada su esencia se volvía más tenue, pero su deseo seguía intacto.

Esperó. Buscó.

Vigiló las calles que ya no podía pisar, las ventanas que nunca se abrieron para él, pero su amado nunca apareció. Nunca lo lloró. Nunca supo que lo esperaba, ni en vida, ni en muerte.

Y así pasó el tiempo que ya no le pertenecía, fumando en la sombra de su propio olvido, aferrado a un amor que

jamás

lo miró

dos veces.

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