a veces pienso que nací del hueco tibio entre tus manos, como si tu piel hubiera decidido inventarme para tener algo frágil que mirar en silencio.
yo era apenas un latido con patas, una grieta luminosa en el bosque, y tú pasabas cerca con ese aire de quien podría devorarme sin tocarme siquiera.
había un hambre en ti, esas hambres que no se nombran porque muerden. y yo, sin saber por qué, me ofrecía entera, con la misma inocencia con la que los frutos se dejan arrancar por el viento.
yo te hablaba desde el centro humano de mi pecho, pero en tu forma de mirarme había siempre un resto de distancia, como si mis palabras fueran animales que no aprendiste a domesticar.
y aun así, cada vez que te acercabas el mundo se hacía más pequeño, como si solo existiera el espacio entre tu sombra y mi respiración.
quizás por eso no escapé, aunque tus manos olían a un miedo parecido al mío.
tal vez siempre supe que no ibas a matarme; ibas a hacer algo peor y más dulce: dormir dentro de mí, como una semilla que se niega a morir y me crece por dentro cada vez que pronuncias mi nombre.
y yo, criatura tonta, dejé que me comieras a besos, a silencios, a miradas que no prometían nada pero igual me sostenían.
al final, no sé quién devora a quién: si tú con tu manera de irte, o yo con mi manera de quedarme.
solo sé que cuando paso por tu recuerdo todavía tiemblo, como si fueras el cazador que nunca llegó a disparar pero igual dejó la bala dormida en mi corazón.
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