Nacer en un país latinoamericano, con la gran fortuna de que la suma de todos tus dedos sea un número mayor a la suma de los bienes económicos que posee tu familia, es una cosa bastante peculiar, pero vivida por muchos.
Cuando creces, las responsabilidades lo hacen también, se va el colegio y llega el privilegio de la universidad, y aquí es cuando caigo en cuenta de que, mierda, tengo más dedos que plata y una universidad a 6.42 kilómetros.
Incluso si llego a prestar lo del pasaje, se me va la mente y, así mismo, la vida.
Se me va la vida pensando cuándo voy a pagar, pensando cuándo podré tener ese privilegio de comprar todo antojo que tenga en mi camino, pensando en plata, pensando en vida.
De hecho, le tengo miedo a deber plata, y que en un futuro tenga que decidir si le doy comida a mi gato o a mi estómago. Tengo miedo de convertirme en esos adultos que lloran bajo su almohada y les sonríen a sus hijos a la mañana siguiente, tengo miedo de salir de mi casa y que me miren raro aquellos prestadores.
Irónicamente, solo debo lo del pasaje, pero siento que se me va la vida debiendo plata.
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