De sobra sabemos:
La lluvia nunca tuvo la decencia de ser puntual. Como tú, como yo. A veces me pregunto si entre tanta demora aprendimos algo. Pero ahí estábamos, otra vez, tú con tu cigarro a medias y yo con las manos vacías, sosteniendo todo lo que no sabíamos decirnos.
Siempre vuelves, dijiste, aunque no era cierto. Era un reproche sin dirección. Como cuando uno escribe cartas que no piensa enviar, pero igual pone destinatario porque necesita un final.
Te miré. No con la ternura de antes, sino con la rabia de saber que el amor nunca es suficiente. Que hay palabras que desgastan más que las caminatas largas y silencios que golpean más que una puerta cerrándose.
No vuelvo. Sólo paso, respondí. Mentía. Tú lo sabías.
En el fondo, siempre vuelvo. Porque el amor no es ese fuego brillante que venden en los libros, sino las brasas que se resisten a apagarse. Es lo que queda cuando ya no queda nada, pero seguimos llamándolo por su nombre, aunque duela la garganta.
Había un hueco en la pared, justo detrás de ti, como si alguien hubiera intentado sacar algo de ahí y lo hubiera dejado a medias. Pensé que eso éramos nosotros: dos manos torpes escarbando, buscando algo que quizá nunca estuvo.
De sobra sabemos que esto no tiene futuro, dijiste.
Sí, te contesté, pero en mi cabeza repetía lo que Idea escribió alguna vez: “Te quiero, te lo he dicho con todas mis voces, te lo he dado todo, y sin embargo no basta”.
Nos miramos. Un silencio más. Y luego, como siempre, otra despedida que no es despedida, porque ambos sabemos que el amor también se alimenta de su propia imposibilidad.
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