Mientras duermo no suelo soñar; si lo hago, después me es difícil recordar lo que he soñado. Esta vez fue diferente, y me levanté con sudores extraños aun en mi cuarto oscuro y frío.
Mi abuelo había fallecido hace no mucho tiempo. Estaba enfermo, y postrado ya en una cama de hospital. Inconsciente. Se fue de la misma forma. En el sueño estaba con él, en un auto viejo, con olor a herrumbre; tosco al andar, pero de buen brío. No supe bien, en el momento, hacia dónde nos dirigíamos. Tampoco intercambiamos palabra alguna con el viejo. Solo tenía la certeza de que el destino necesitaba de la oscuridad para esclarecer lo que no se había dicho.
El camino que recorrimos era insípido, lúgubre; envuelto en una paz hecha de tierra seca, mistoles y quebrachos. El sol, fulgurando retazos naranjas, se escondía en el horizonte.
Ya en el destino sentí un resquemor que rozaba lo desagradable; apeamos del auto y nos dirigimos hacia un pequeño santuario hecho, al parecer, de un cemento mal curado, con cierto atisbo de haber estado ahí muchos años sin los cuidados requeridos. Una cruz blanca y una compuerta de madera eran los únicos decorados que se distinguían en aquel santuario, sin contar las malezas que lo rodeaban. Recuerdo el ladrido de un perro viejo apenas nos topamos con la ermita, al cual, el abuelo, manda a callar con el grito de un nombre que ahora mismo no lo tengo en la memoria. Para matar la sensación de pesadumbre enciendo un cigarrillo, y veo bailar, lentamente, el humo que asciende en aquel ambiente denso e impuro. El viejo, con su temple inmaculado, miraba atento el santuario mientras buscaba en sus bolsillos la pequeña llave que abre la compuerta. .
Me cuesta concebir aún la congoja que sentí al mirar dentro, y toparme con una foto mía de pequeño. El desasosiego hecho carne entumeció mis músculos y me paralizó de sobremanera. Incluso en el sueño noté que mi parte dormida sollozaba, como si fuese algún dios que ve con tristeza toda su obra.
Vulnerable es el hombre que desenmascara la muerte, y no encuentra otro rostro mas que el propio. Cuando pude salir del trance, atiné a correr hacia el auto, y al mirarme en el reflejo del vidrio reconocí las facciones de mi padre. Mi abuelo me miraba y sonreía:
-¿Qué pasa, loquito?- me preguntó, alzando la voz.
En ese preciso momento, me desperté. El gato, a mí lado, dormitaba; mi perro ladraba en la puerta. La foto de mi abuelo, que hice enmarcar y colgar en la pared al frente de la cama, parecía mirarme con una sonrisa pícara.
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