Ramón sintió la mano de su madre acariciándolo. Era hora de levantarse para ir al jardín. Él odiaba madrugar y, por eso, en su imaginación desplegó la mejor actuación de niño enfermo que existe: un poco de tos ronca, simulación de chuchos de frío, un “buen día” con voz dolida... Su madre debía de ser un monstruo para hacer que saliera de su cama en ese estado y encima el día de su cumpleaños.
Milena se rió y con voz dulce le dijo que no hacía falta la actuación. Hoy era su día especial y como regalo lo iba a dejar faltar al jardín para llevarlo a un lugar sorpresa.
Ramón se levantó de un salto de la cama. Sus primos le habían prometido que en su cumpleaños número 4 iba a poder jugar a los power rangers con ellos, así que no dudó en elegir el disfraz del azul para vestirse ese día.
Sin embargo, su madre le explicó que su papá no sabía que iba a faltar al jardín y que aquello debía ser un secreto entre ellos. Por eso, un poco refunfuñando, Ramón se puso el guardapolvo encima del disfraz para despedir a su padre, que se iba a trabajar.
Los dos salieron de su casa como todos los días y tomaron el mismo colectivo, u otro… La verdad es que Ramón iba siempre tomado de la mano de su madre saltando las líneas de las baldosas. Ni sabía qué era una línea de transporte, y menos que había varias.
Es esa seguridad que uno siente cuando es pequeño, de que cuando está agarrado a la mano de su madre nada malo puede pasar. No importa qué colectivo tomemos, mamá nunca se equivoca.
Al bajar, Milena frenó en un kiosco y le compró una bolsita llena de golosinas. “Feliz cumpleaños hijo” le dijo. En la bolsita había de todo, hasta un huevo kinder, que su mamá nunca le compraba porque era muy caro. Ambos siguieron caminando y, mientras él disfrutaba de sus chocolates, subieron a un tren. Ramón, curioso, le preguntó a su mamá a donde lo llevaba; nunca viajaban tanto tiempo. “A conocer a alguien muy especial” respondió ella, y cambió de tema. Ramón no lo notó, pero su curiosidad fue desviada a jugar al “veo veo”, su juego favorito.
La inocencia de su niñez lo convertía en un ser frágil y anhelado. Milena en el fondo sabía que lo iba a extrañar.
De repente, Ramón sintió la mano de su madre acariciándolo; se había quedado dormido. Bajaron del tren y caminaron juntos hasta una plaza cercana. Como siempre, él sujetó la mano de su madre y, mientras miraba al suelo e iba contando las líneas de las baldosas, se chocó con la tercera sorpresa: una calesita. El día no podía ser mejor. Primero, faltar a la escuela; después, muchas golosinas; y ahora, ¡una vuelta en calesita!
Milena le indicó a Ramón que jugara un rato solo en las hamacas porque tenía que arreglar un tema de trabajo. Él se alegró; sabía que hacía tiempo que su mamá estaba buscando trabajo y la señora con la que hablaba seguro la contrataba. Cada tanto, volteaba para asegurarse de que seguía allí y la saludaba.
Al cabo de una o dos horas, Ramón cogió la mano de su madre y emprendieron la vuelta. Estaba exhausto, pero por suerte su madre le había comprado una Coca Cola. El niño caminó distraído contando las líneas de las baldosas, cada vez más borrosas; se subieron al tren, que iba lleno; y sin darse cuenta, se quedó dormido.
De repente, sintió como su madre jalaba de su mano. Con los ojos entreabiertos bajó del tren y ambos comenzaron a caminar a su hogar. El niño estaba cansado y no tenía fuerza para saltar las líneas de las baldosas. Notó la mano de su madre más fría y sudorosa. Cuando miró hacia arriba, ya no era su madre quien tomaba su mano, sino la extraña con quien ella hablaba en la plaza.
Mientras tanto, Milena volvía a su casa, esta vez en taxi.
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