Hacía mucho tiempo que Nicolás se sentía muerto. Un poco cansado del trabajo, de su vida, de su falta de sensibilidad casi. La rutina le sacaba las ganas de todo siempre que podía. Un hombre que se cansó de que un corredor de bolsa le deje montañas de papeles y papeles para firmar a nombre del Sr. Alonso. Nicolás Alonso, nuestro hombre en cuestión.
Él realmente no sabe cómo seguir adelante. Ya casi no tiene contacto con su esposa, cuando él se levanta temprano ella duerme plácidamente. Y cuando vuelve a la tarde (o a la noche en caso de hacer horas extras) siempre la encuentra llorando. No lo mira, ni le habla. Está muy fastidiado de no recibir respuesta alguna. Tampoco puede esperar nada de sus hijos porque hace años que se fueron al exterior, nunca volvieron siquiera para Navidad o Año Nuevo.
No obstante, no todo era tan malo después de todo. En su casa no era feliz, en su trabajo tampoco. ¿En el transporte público, desde casa hacia el trabajo y viceversa? Paz y armonía. Le gusta mucho tomar el tren Roca a Constitución para luego tomar el subte camino a Retiro.
Le recuerda mucho a su infancia y a su padre. Riverplatense de corazón, siempre tomaban éste camino y algún que otro transporte de más para poder disfrutar de la ciudad de Belgrano y los colores de Núñez. Se sienta una vez ya dentro del vagón del tren y procede a sacar un libro de su mochila. “Crónicas de una muerte anunciada”, de Gabriel García Márquez.
En una de esas tantas tardes monótonas y paupérrimas, Nicolás sale del trabajo y procede a buscar el transporte público. Camina, camina y camina y parece que no llega más a las escaleras que lo dirigen al subsuelo, en donde baja hacia la estación de subte más cercana. Pero aparentemente hoy no era su día. Mucho tránsito, poca paciencia. En cada momento que intentaba cruzar una calle, el semáforo justo se ponía en verde y los autos pasaban. Y dado que el semáforo estaba muy desincronizado…
Hubo algo en ese momento que le llamó mucho la atención, y era la cantidad de personas que había en un pequeño sector de la calle. La curiosidad le estaba picando en la nuca, pero él no se podía mover. Sentía el cuerpo ligero y un poco débil. Si no hubiese desayunado bien esa mañana, podría decir que hasta estaría desmayado incluso.
Siempre uno intenta valorar una y otra vez hasta el más mínimo acontecimiento que pasa por delante de nuestros ojos y no desaprovechar absolutamente ningún segundo de ellos. Y en momentos como éste no tenemos mucho margen de opción; o estamos agradecidos por lo vivido, o rogamos por un segundito más en éste inasible planeta.
Pero Nicolás no sabía cómo sentirse al respecto. Da un paso adelante, se arrepiente, relojea el semáforo para ver si cruzar a hacia el otro lado de la calle, se detiene. Se da vuelta una vez más y luego de titubear un poco, se convence a sí mismo de ver qué demonios estaba pasando.
Resulta que un muchacho cruzó sin mirar la calle, o tal vez por culpa del semáforo que está descompuesto algún auto lo habrá arrollado al muy pobre. No resistió evidentemente. Una mujer vomitaba cada vez que miraba una de las piernas que voló cerca de donde estaba parada.
La cabeza del joven quedó acomodada de tal forma que parecía que miraba fijamente hacia Nicolás. Pero, como dije antes, la falta de tacto y sensibilidad hacía tiempo que lo tenía muerto a nuestro protagonista. Tanto que no le importó en lo más mínimo que aquel cuerpo, sea el suyo.
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