Consigo mismo
Eran las tres de la tarde de un soleado día de julio, cuando recibió el primer anónimo. Supuso que sería una de las múltiples bromas pesadas que sus compañeros de equipo solían hacerle. Estaba acostumbrado a ser el hazmerreír del grupo por su obesidad, por su torpeza en los movimientos y por tantas otras cosas que ya ni las enumeraba. Leyó el papel sin darle importancia y lo tiró.
La mañana del 5 de agosto, alguien depositó en su escritorio un sobre de papel madera.
Marcial era uno de esos hombres precavidos, que pocas veces sonreía y casi nunca emitía una carcajada.
Durante la conferencia con los interventores, vía zoom, se dispuso a abrir el sobre, leyó la nota que estaba escrita a mano, con letra infantil y tiró todo al cesto.
Durante las semanas siguientes, Marcial intentó destacarse, como era su costumbre, y también les otorgó ciertos créditos a sus oponentes. Porque, para entonces, había decidido que sus pares eran sus opositores.
Se acercaba la fecha para la presentación de los proyectos y pasó confinado la mayor parte del tiempo en la oficina.
Había llovido con rachas de viento fuerte esa tarde. Flotaba en el aire la humedad del invierno y en todos los edificios se veían las luces encendidas.
El viernes, un accidente había colapsado la Panamericana cuando regresaba a su casa y Marcial hasta consideró tomar un atajo aunque pensó que se las arreglaría siguiendo las indicaciones del GPS. A medida que se alejaba de la ciudad, sintió la necesidad de quejarse en voz alta de los atascos, de fulano y de mengano. Según él, todos intentaban robarle las ideas, manipularlo y aprovecharse de sus conocimientos. Tocó la bocina, sacó la mano por la ventanilla insultando a los que con las motos avanzan por los laterales y finalmente enfiló por la colectora. Se adentró por calles mal iluminadas, sin señales de tránsito y por unos instantes se sintió perdido hasta que la gallega del GPS volvió a hablar y le indicó que doblara en la próxima esquina. Llegó a Nordelta y al girar en la rotonda, le pareció ver una sombra oculta. Encontró el portal a oscuras, se preguntó si habrían sido los mellizos de al lado, que ya empezaban a fastidiarlo cuando jugaban a la pelota en la calle.
Abrió el portón del garaje, estacionó el auto y volvió a pensar en los mellizos. Se dirigió hacia la casa de los vecinos y tocó el timbre con insistencia. Abrió la niñera, una paraguaya simpática que solía llevar y traer a los niños de la escuela.
- Señor Marcial, qué desea- preguntó con el inconfundible acento guaraní.
- Llame al Señor Vázquez, por favor o a la señora, me da lo mismo.
- Los señores no se encuentran. Desde el sábado están en las montañas, fueron a esquiar y vuelven la semana próxima.
Marcial hizo una mueca desagradable con su boca; la paraguaya cerró el portón y la sombra se desdibujó en la puerta.
Entró en su vivienda pensando en quién habría sido el imbécil que había roto los faroles. Se sentía nervioso, sabía que sus arrebatos de ira le jugaban una mala racha, su manera de echarse el mechón de cabello para atrás con la mano, no era más que uno de sus tics.
Desde joven vivió su lánguida vida entre la perseverancia y el aburrimiento entre pos grados en las universidades más prestigiosas y entrevistas con hombres que fumaban habanos perfumados y que mantenían conversaciones y conexiones políticas. Así se había forjado una posición sólida en la empresa y había aprovechado cada uno de esos contactos para convertirse en imprescindible.
No hubo nunca una señora Marcial ni tampoco ningún impedimento para elegirla, a pesar de que estaba rodeado de mujeres exitosas. Él las consideraba parte de la tribu, de una manada, que se movían a partir de los meses del año. Si era julio, esquiaban, si era enero iban al mar. Los rumores acerca de su vida le valieron la reputación de agrio, solitario, de gustos exóticos, lo cual para él era una ventaja. Se había convertido en su gran proyecto: ser él mismo. A pesar de que su disfraz ocultaba la mayor parte de sus sentimientos, rebosaba de saberse único.
En pocos días su carrera experimentaría un auténtico giro y por primera vez sintió el vértigo de lo desconocido.
Mientras tomaba su baño de inmersión escuchó el timbre de la puerta de entrada. No había pedido comida ni esperaba a nadie.
Se colocó la bata y salió presuroso a abrir. Con gran sorpresa descubrió un sobre rojo sobre el felpudo. Lo abrió y leyó las pocas oraciones escritas con letras torcidas que le ocasionaron una grieta en la que se vio engullido. Eran palabras hirientes, insultantes. Eran palabras que describían la soledad que se adhería a su carne, que se le reflejaba en su rostro, en especial a esas horas en las que cada una de las casas del country estaba poblada de las voces de las personas que viven acompañadas.
Tras apoyar el pie en el peldaño equivocado se vio caer. Habría querido pedir ayuda, pero mientras se arrastraba hacia el living en busca del celular, supo que estaba muy solo. Tanto que cada uno de los anónimos que se había enviado durante los meses anteriores llegaron tardíamente luego de la huelga del Correo. Hubiese querido llorar, le hubiese gustado algo de afecto. Le dolía atrozmente la cabeza y sentía que las piernas no le respondían. Sus muslos gordos estaban aplastados contra la pared en el pasillo de entrada sin espacio para nadie. Un magma de dolor le ardía en las entrañas y sin contenerse gritó de un tirón lleno sangre y de rabia.

Cristina Bivachi
Soy Profesora de letras y escribo cuentos. He participado en varios concursos literarios. Esta es una nueva oportunidad.
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