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    Conjetura y deseo

    Aug 27, 2024

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    Conjetura y deseo
    Nuevo concurso literario en quaderno

    Recuerdo la disyuntiva, la bifurcación de posibilidades, concreta y simplificada por mi cabeza preadolescente. Tenía las poesías escritas, las tenía en la mano. Eran dos o tres, no me acuerdo exactamente, quizás fuesen más. Pero sí me acuerdo de la excitación, de esas ganas de que la destinataria de mis arrebatos con intención poética -con rima incluso- estuviese al tanto de los esfuerzos hechos por comunicarle algo que no parecía tener una traducción específica, una forma efectiva de pasar del quilombo en mi cabeza y en mi cuerpo a palabras y oraciones. A pesar de esta necesidad de hacer de los poemas un canal de comunicación, me preocupaba enormemente mantener el anonimato: quería que leyeras lo que te escribía, pero me avergonzaba que supieras quién te escribía.

    Las poesías te llegaron sin firma. Por suerte entendías tanto de poesía como yo: te gustaron.

    La verdad es que no soy poeta y menos lo era a los quince años. Pero siempre va a haber en tus pecas, en tu sonrisa y en tus ojos abrasadores un pozo de agua fresca en el que sumergirme para buscar eso que se escapa, esa verdad resbalosa que descansa del otro lado del borde y que apenas puedo ver como un reflejo o un resplandor. Aquello que no fue y que ya no será. Aunque miento si digo que no lo sueño tres o cuatro veces al año. A veces te veo como ahora, a veces somos ambos más chicos. Una vez éramos un poco viejos. Pero siempre es increíble la precisión con la que mi subconsciente recrea el crepitar de tu mirada.

    El anonimato duró un tiempo, tanto como la resistencia de mi amigos a la presión de revelar la identidad del autor de las misivas. Supongo que el misterio y la expectativa generados fueron el combustible que le dio alimento al fogonazo de interés que te generó. Así de rápido se extinguió.

    Mucho tiempo después hubo una fiesta en un altillo increíble. Tendríamos veintiuno o veintidós años. El alcohol en sangre, la música, los años de combustión interna. Me pareció una oportunidad tan mala como cualquier otra y en formato periodístico te comuniqué que siempre voy a estar enamorado de vos. Imposible sacarle cursilería a la declaración.

    Tenés un hijo hermoso, vivís en Banfield, por supuesto tenés un perro al que querés casi tanto como al pibe. Tenés pareja.

    Recuerdo que en alguna de las poesías escribí esmeralda, no sé con qué habré rimado esa palabra. Pero aún siento el vértigo de salir del encierro de mi habitación a la pequeña biblioteca familiar en busca del diccionario para cerciorarme de que el color de la piedra estuviese haciendo correcta referencia al de tus ojos y, quizás por primera vez en mi vida, entendí el profundo alcance de una metáfora.

    Una o dos veces nos dimos un beso. Lleno de adolescencia y de vereda y de tarde de sol y de plaza. Pero nunca nos besamos largamente, nunca acaricié con mi lengua tus labios delgados ni sostuve en la palma de la mano tu mandíbula mientras mis dedos reconocían tus pómulos, tocaban la comisura de tu boca. Nunca cogimos. La falta de hechos da lugar a la fantasía y no tengo un ancla que te arraigue a la realidad. Puedo imaginarte, imaginarnos de todas las maneras en que nunca fuimos y no hay quién pueda contradecirme. Todos los hubiera son posibles justamente porque ninguno sucedió. En el intersticio del verosímil, en la magia del lenguaje describiendo los momentos no ocurridos y creando los submundos que tanto y tan poco tienen que ver con vos, existimos como conjetura y como deseo, somos el paliativo exento de reglas, la felicidad intangible de algunas mañanas en las que el sueño se retira un poco después del despertar y la posibilidad se escapa de su confinamiento sin historia para ser puro presente, para dejarme habitar en la eternidad de ese momento en el que hay un espacio de concreción para este amor enlatado, en el que te toco la cara con los dedos y la distancia entre tus ojos y los míos se mide en nuestro aliento que se mezcla y nos humedece los labios y las manos y te digo en voz bajita que tus ojos crepitan y son color verde brillante por el pozo de agua fresca que esconden en su profundidad y en el que me es dado sumergirme cuando persigo el pez plateado y elusivo que descansa del otro lado del borde, ese otro lado que apenas puedo distinguir como un reflejo o un estertor de la realidad que pudo haber sido pero que nunca fue, y cuando el sueño se termina de ir y me encuentro panza arriba mirando el techo de mi habitación pienso y recuerdo; vivís en Banfield, tenés un hijo hermoso, tenía las poesías escritas, las tenía en la mano.

    Nictálope

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