El sábado, al amanecer, llegué temprano a la casa de don Benjamín. Me había pedido que lo ayudara con los almácigos de café: tamizamos la tierra, llenamos las bolsas y depositamos en ellas los granos que, con el tiempo, habrían de transformarse en ardientes arboles cargados de frutas rojas y amarillas.
Su casa, en Jericó, reposaba al borde de una selva intacta, un pequeño parche de verdor en medio de las pasturas, que aún guarda el testimonio de la vibrante belleza de lo que, dos o tres siglos atrás, fueron bosques frutíferos y sensuales.
En la noche, como era costumbre, después de comer frijoles, encendíamos la fogata y mambeábamos en silencio, mirando las estrellas, dejándonos mecer por la sinfónica de insectos nocturnos y por el abrazo frío de las montañas del suroeste.
“Mañana en la tarde vamos a empezar a meditar, Santiago”, anunció. “Hay algo que quiero que aprenda: la meditación, además de ser un modo especial de concentrar la energía, es también la vía para romper la linealidad de la mente.”
“¿La linealidad de la mente?”, pregunté.
“Cuando meditamos”, continuó, “lo primero que se revela a la conciencia es que las emociones —y sobre todo los pensamientos— son entidades ajenas a nuestra voluntad. Son cosas automáticas, hechos que suceden más allá del deseo.
La mayoría de las personas se identifica con esa corriente de imágenes y se define en ella. Así nace la ilusión de que uno es lo que piensa. Y el pensamiento, por su propia naturaleza, es lineal: se mueve en el tiempo y en el espacio.”
En ese momento, don Benjamín hizo una pausa, se acomodó otra cucharada de mambe en el cachete y siguió:
“En esa linealidad del tiempo y el espacio, producida por la misma naturaleza del pensamiento, se halla el origen de la ansiedad, de las preocupaciones innecesarias, de la sensación de falta, de no tener nunca lo suficiente. Usted, por ejemplo, vive diciéndome desde que lo conozco que va a perder su trabajo, y sin embargo, un año después, aquí está. Me ha hecho reír mucho, joven.
Cuando meditamos, además de reconocer esa verdad esencial —que no somos lo que pensamos, sino aquel que observa los pensamientos, lo que tantas tradiciones llaman ‘el testigo’—, y cuando reconocemos a ese testigo como nuestra esencia fundamental, entonces, cuando la conciencia descansa en ese darse cuenta, se abre otra dimensión. Es difícil entenderlo sin meditar, pero es, por así decirlo, una cualidad no lineal de la conciencia.
Es un reconocimiento profundo, como decía Marco Aurelio, de que en cada instante lo tenemos todo. Que participamos en cada momento de todo lo existente y que somos completos. Esto es lo que quería decir el rey David cuando afirmaba: ‘El Señor es mi pastor, nada me faltará’. No que creyendo en Dios habrán recompensas, dinero o cosas buenas —nada de eso, mi amigo—, sino que, al descansar en ese testigo, uno descubre que es completo en cada instante, más allá de toda linealidad del espacio y del tiempo.”
Luego, mirándome con afecto, señaló los pandequesos sobre la mesa del corredor, me dijo que calentara el chocolate, que comiéramos, que hoy habíamos chupado mucho sol."
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