Doña Inés
Miré si la conoceré que sé que cuando lea esta carta se va a enojar un poco conmigo. Pero por favor no lo haga, no pierda energía en eso. Se lo digo yo, que bastante sé de enojo. Usted sabe lo que he sufrido por eso durante tanto tiempo. ¿Recuerda cuando llegué a su casa? Era una niña temerosa y míreme ahora, enfermera del Garrahan.
Si llegué hasta acá fue por usted. Se lo he dicho el día que dejé de trabajar en su casa. Porque usted fue mi única familia, mi hogar tan lejos de mi Cochabamba querida.
Me enteré por la peluquera que hace un tiempito que no quiere salir de la cama, que anda medio tristona y sin ganas. No la rete a la pobre Juana que tanto se preocupa también por usted. Me apena muchísimo no tener tiempo para ir a visitarla, aunque me lo haré, se lo prometo.
Sé que tiene motivos para sentirse triste doña Inés, pero la cama no es buena consejera. A veces creemos que metiéndonos ahí los males desaparecerán, pero pasa todo lo contrario, se nos acurrucan, nos envuelven y cuando queremos salir, nos resulta imposible. Hay que seguir doña Inés, hay que seguir caminado la vida. Con el dolor a cuestas. Cada uno con su “aguayo” como allá en Bolivia. ¿Se acuerda cómo nos reíamos cada vez que yo le contaba todo lo que mi madre llevaba adentro?
Quiero que se levante doña Inés, que saque fuerzas de su interior, porque las tiene. Lo sé, he vivido con usted y sé por todo lo que ha pasado con su familia. Hemos llorado juntas infinidad de noches.
¿Sabe qué? Lo mejor que me ha pasado en la vida, es trabajar donde trabajo. Porque aquí uno dimensiona el dolor, se cuestiona la fe en Dios, se enfrenta a la injusticia y la sinrazón. Y créame doña Inés que no hay uno solo día que no me pregunte ¿por qué tanto dolor? Hasta que llega la respuesta: la sonrisa de un niño enfermo. Porque sólo su cuerpo lo está, su alma permanece sana. La fortaleza, la resiliencia de un niño supera todo lo que nosotros, creemos que no existe.
Le propongo un trato. Mientras espera mi visita, levántese de la cama, póngase a mirar las fotos viejas. Deben seguir guardadas en el arcón del altillo. Deténgase en las sonrisas. Busque fuerza allí doña Inés.
Me despido con todo el amor que supo regalarme y que se multiplicó en mí para trasmitirlo a los que más necesitan.
Rosmery Quispe
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