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¿Con cuántos términos vamos a dejar que nos definan?

Dec 19, 2025

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¿Con cuántos términos vamos a dejar que nos definan?
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Hace un tiempo realicé un trabajo sobre las dificultades de las mujeres dentro de la industria musical. En mi búsqueda esperaba que en sus relatos exista un obstáculo, y que ese obstáculo tenga forma fálica. Pero, al final me encontré con que el único obstáculo de esos testimonios eran las mismas mujeres. Donde lo único que les imposibilitaba el crecimiento era la competencia entre ellas y la carencia de sororidad. A partir de ahí comencé a ver con otros ojos las formas de vincularnos, de referirse a la otra, las formas de categorizarnos… 

El hashtag #pickmegirl reúne 617,5 mil publicaciones en TikTok, un término para describir un estereotipo femenino que busca constantemente la validación masculina. El nombre Tatiana circula para describir a una mujer que se acerca a hombres comprometidos. #vanillagirl o #cleangirl son tendencias aspiracionales en cuanto a lo estético en la mujer. Y hoy, con el lanzamiento de la nueva temporada de Envidiosa, aparece una nueva categoría para encasillarnos: “las etéreas”. ¿Que implican estas etiquetas? ¿Son descripciones o son dispositivos simbólicos que ordenan, jerarquizan y comparan?

Descripto por la misma protagonista, las etéreas son aquellas mujeres que “odiamos”. Aquellas que van despreocupadas, que son lindas por naturaleza y sin esfuerzo, que el pelo despeinado les queda bien, que no se enroscan. El término ya comenzó a virar en redes sociales para que las mismas usuarias empiecen a considerar si son o no son etéreas. Pero la pregunta es si esto es tan solo un nuevo término naif o una nueva forma de comparación entre nosotras. No se trata solo de nombrar un rasgo, sino de proponer un ideal al que medirnos. Si bien Envidiosa ridiculiza el estereotipo femenino que aspira a casarse y formar familia -el de la protagonista-, la comparación siempre está puesta en escena. Todo vuelve al mismo punto: ¿qué tiene ella que no tenga yo? Esa lógica de espejo, de medirnos con otras. Enfatiza la idea de que la mujer es su propia enemiga. Una enemistad que no surge de manera espontánea, sino que es aprendida. 

Desde el entretenimiento, la publicidad, la moda y ahora los algoritmos, llevan décadas fomentando microcategorías para ordenar a las mujeres entre sí. Las etéreas, las pick-me, las coquettes. Las redes sociales no sólo potencian estas definiciones sino que aman las dicotomías: las etéreas vs las no etéreas. Y estas etiquetas funcionan como una carrera simbólica donde una mujer ocupa el lugar deseable y la otra queda afuera. Un sistema que necesita comparación constante para sostenerse. Un juego que no inventamos, pero reproducimos sin darnos cuenta.

La raíz de esta competencia no es nueva, sino que lleva siglos: gustar para ser elegida. El valor social de una mujer se determinaba por su capacidad de gustar, atraer y ser seleccionada por un hombre, ya que no tenía oportunidades de desarrollo en otros ámbitos que no fueran la familia. La elección de una implicaba, estructuralmente, la exclusión de otra. Ahí comenzó la competencia por el mejor marido, por la mirada masculina y por el reconocimiento externo, que no era solo una elección sino un modo de supervivencia simbólica y material. 

A medida que las mujeres fueron conquistando nuevos terrenos -como la educación, el trabajo, la autonomía económica-, esa competencia fue tomando diferentes formas. Las distintas oportunidades permitieron que el control sobre ellas no opere solo por la exclusión y/o elección, sino que se configuró en violencia estética. Una violencia que no se ejerce desde la prohibición, sino desde la comparación. El sistema comenzó a imponer formas de vernos, de vestirnos, de quedar en formol. A medida que van tomando más espacios en lo social, más exigente se vuelve el mandato sobre nuestros cuerpos. No bastaba con estar, ni con el talento: había que gustar. Así, la competencia histórica por ser elegidas mutó en violencia estética. Un tipo de control que juega con el propio deseo de la mujer, el deseo de verse bien. Pero la línea entre que sea un deseo propio o un deseo impuesto está muy difuminada, ya que el control funciona mejor cuando se vive como elección. No se ejerce desde la prohibición, sino desde la comparación constante. Obliga a corregirse, a medirse, a ajustarse a un ideal que siempre se corre un poco más adelante. 

En ese sentido, las redes construyen discursos bajo ese mandato. Ya no se trata sólo ser la más bella, sino la más deseable según el contexto: la más liviana, la más natural, la que “no se esfuerza”. El deseo ajeno sigue funcionando como termómetro de valor, y las mujeres aprenden a medirse entre sí en función de cuán cerca están de ese ideal. La competencia no desaparece, se actualiza.

 Y ¿qué rol cumplen las redes sociales y el algoritmo en esta competencia? El mecanismo de selección, control y competencia hoy es ejercido por las redes sociales y el algoritmo. Estos términos que se viralizan para definir a las mujeres son maneras de clasificar quién sería la mujer ideal y quién no, quién sería la elegida, y quién no. Determinan qué cuerpos, qué gestos y qué formas de feminidad merecen ser visibles. No eligen personas: eligen modelos. Y esos modelos se presentan como aspiracionales.

Ser etérea no es solo un rasgo estético, es una forma de comportamiento que el sistema reconoce y amplifica. Y pertenecer dentro de alguna de estas categorías no es solo una cuestión simbólica, sino es una manera de ser vistas, ya que ser definida como cleangirl o vanillagirl es estar del lado correcto, el control sobre la imagen, gustar, ser aspiracional. Quedar afuera, es volverse ruido, es saber la insuficiencia de esas características. La vieja competencia por ser elegidas se actualiza en ecosistemas digitales, ya no se trata solo de gustar, sino de performar una identidad que el sistema pueda leer, premiar y reproducir. Las mujeres aprenden qué versiones de sí mismas funcionan y cuáles no. Y en ese aprendizaje silencioso, vuelven a medirse entre ellas.

Así, la lógica de la elección se automatiza. Ya no es un hombre el que elige: somos nosotras mismas fomentando a través de una plataforma las que deciden qué feminidad merece ser mostrada y cuál debe permanecer opaca. La trampa del algoritmo es que es una forma de control internalizada, somos nosotras misma que nos imponemos ese tipo de categorías y que permitimos darle lugar a la viralidad. Y en ese ida y vuelta, terminamos ajustando la conducta.

El algoritmo no sólo reproduce la competencia entre mujeres, sino que la perfecciona. Convierte la comparación en hábito y la vigilancia en rutina. Ya no hace falta un juez externo, cada una se convierte en su propia evaluadora, midiendo permanentemente si está del lado correcto. Estas estéticas no se sostienen solo porque las plataformas las promueven, sino porque las personas las replican. El control funciona porque parece una elección propia, porque se presenta como deseo. Porque se vive como decisión individual, cuando en realidad responde a una lógica colectiva que ordena, jerarquiza y excluye.

El consumo de redes no es inocente. Hay que ver a qué olas del algoritmo vamos a surfear teniendo en cuenta las consecuencias que pueden tener. El problema no es que existan estas categorías, sino que participamos de ellas. Las miramos, las compartimos, las replicamos. Las usamos para medirnos y para medir a otras. Tal vez el obstáculo nunca tuvo forma fálica. El control hoy se filtra entre los hábitos de consumo. Se disfraza de gusto personal. Y mientras intentamos parecernos a ese ideal liviano, natural y deseable, seguimos corriendo una carrera que no se gana. Porque siempre habrá otra más etérea. Y siempre, una afuera.

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