Como una hoja, sentía el cuerpo endeble. Quizás por eso nunca llegué al piso, una brisa me habría llevado de vuelta hacia arriba, donde la tarde no paraba de oscurecer. La mañana siguiente ya nadie baldeó los pisos, había una tregua momentánea. La quietud se había adueñado del edificio entero, y con tranquilidad transitaban las horas como calles desiertas con todos los sonidos que la habitan. Esos que le escapan al tumulto. Son los pájaros, los autos cada tanto, el pedaleo de las bicicletas y claro, el sacudir de las plantas con el viento que tienen una armonía muy particular. Un sonido que atraviesa desde lo áspero, de las hojas y ramas chocando entre sí, hasta la viscosidad de la salvia. Esa que se te pega a la mano y no es otra cosa que una molestia. Uno corre a lavarse, y si, a nadie quiere que se le peguen los dedos y que raspen como lo hacen las plantas. No somos plantas, de hecho, toleramos menos cosas. Cómo el té que ya junta frío en la mesa, entre mis manos pensativas. Raspo con las uñas una grieta en la cerámica. Me entierro en la herida puntiaguda de la taza hasta que sangro un poco. Así, me mimetizo, nos sentimos acompañadas en la fragilidad. La taza y yo, bajo el zapato que aplasta.
Ambas nos caímos pero ella llegó al suelo, por eso está rota. Me incomoda , yo también hubiera querido pero, en cambio, volví al lugar del que nunca me fui realmente. Todo como un sueño me persigue, pero decidí ignorarlo. Tomo el té frío como si completara un rompecabezas, reconstruyendo en silencio cada imagen que pueda. Las pongo en orden, clasifico, archivo.
Me caigo,
de nuevo
estoy en un jardín
el sol es fuerte
y está atestado de hojas
y polillas muertas.
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