[Comienzo con su boca, una danza que renace, ubicua, polícroma]

Tu boca, solo tu boca, yace cerca a la orilla del mundo. Al tocarla recuerdo el principio de todo, la pinto con un dedo, y los trazos la renacen. Mis ojos están heridos, buscan la razón del mundo. Despacio, muy despacio, van hallando el sentido que tu voz da. Lo palpo con ambas manos, que se me van en el aire, son de pluma, de viento.

La danza comienza en mis pies, girando, una sucesión de giros controversial, cada media vuelta sucede como un hélice, los brazos en quinta de avant. La mecánica deja de responder a las leyes tradicionales del movimiento, pasa a una voluntad sostenida de verticalidad y control axial. La gravedad actúa como parámetro de resistencia con el que se dialoga.

Los pies, paralelos, enfrentados, intercambian carga y peso. Cuyo empeine es un arco incondicional que se niega a fallar. La caída es evitada por pura obstinación del eje, todo avanza, pero avanza porque así tiene que ser. Y si siento volar, es porque el vuelo ya estaba en mí. El espacio escénico se convierte en superficie receptora, contenedora del registro. Todo se organiza para permitir el giro. En este punto, soy la línea que destina al cielo.

En el borde de mi mirada, intenciones de almíbar. La boca y la danza se confunden, se suceden, se prometen. Caen las notas del violín como hojas de un otoño repetido, y mi cuerpo liviano, sostenido de pura fe, dibuja en el espacio una escritura que nadie podrá descifrar sino tú, que esperas en la orilla. El arco de mis brazos, el pliegue de mis tobillos, el viento breve de mi respiración, son todos versos de una misma carta; bailo.

Bailo.

No para que me mires.

No para que me llames.

Te bailo porque es la única forma que tengo de decir que estoy viva.

Y la boca. Tu boca. Sigue ahí, intacta, una patria secreta que no conquisto con pasos ni con aplausos, solo con mi danza.