Y aquí estoy yo, sentado en el césped húmedo de un parque que podría ser cualquiera: el Bicentenario, el Forestal, el de tu barrio, no importa. Los árboles hacen lo suyo, el viento también, pero lo que me atrapa no es el paisaje. Lo que me atrapa es ese grupo —cinco, seis, tal vez siete personas— que se acomoda para una foto. Sonríen. Todos. Como si el mundo se sostuviera justo en ese gesto.
La chica del gorro acomoda el flequillo, el tipo de la camisa levanta el pulgar, alguien más se ríe con sonido, pero en la imagen eso no va a oírse. Lo que se va a ver es lo de siempre: un grupo feliz.
Click.
Y ahí ocurre. Como si el dedo del fotógrafo no sólo hubiera apretado un botón, sino también la máscara. Las sonrisas caen, así, como hojas vencidas. Se disuelven en una seriedad que no es rabia ni pena, sino algo más filoso, como la ausencia de algo. Miro sus rostros después del disparo y no reconozco a ninguno: ni al que reía, ni al que abrazaba, ni a la del flequillo. Ahora son otros. Más verdaderos, o más vacíos. No lo sé.
Me quedo pensando. Medio parque se va, el sol se mueve, un perro ladra a un pájaro que ya no está. Un niño llora más allá, su madre lo consuela con promesas que no cumplirán, y una pareja discute bajito como para no arruinar la tarde. Todo sigue. Todo vuelve a lo suyo. Y yo, que no tengo “lo mío”, me quedo con la pregunta que no deja de dar vueltas como un insecto contra el vidrio:
¿Cuánto dura una sonrisa?
No en la foto, claro, que esa vive para siempre como viven los insectos en el ámbar, atrapados en una eternidad que nunca pidieron. Me refiero a la real. La que se escapa cuando nadie dice “¡listos!”. La que no se prepara. Esa sonrisa que nace sin público, que no entiende de cámaras, que tal vez ni siquiera sepa que es sonrisa. ¿Qué tan breve es ese puente entre lo que uno finge y lo que uno es?
Me rasco la barba. Una hoja me cae en el hombro y no la quito. Tal vez esté solo en este pensamiento. Tal vez no. Tal vez todos, después del click, volvemos a lo nuestro. Que casi nunca es lo mismo que lo de la foto. Y quizá, en el fondo, ahí esté el misterio: que la imagen miente sin querer, pero lo real también. Y entre las dos ficciones, caminamos.
Sigo sentado, mirando el césped como si pudiera encontrar en él la respuesta. La tarde avanza sin apuro, como si tampoco le importara demasiado el misterio.
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