un día dejás de esperar y eso alcanza. no avisé. nadie lo necesitaba. nadie lo esperaba. solo ella sabía que me iba.
a veces me miraba como si esperara que yo dijera alguna frase. yo prefería callar.
nunca sabré si ella quería lo mismo. o si solo quería saber qué se sentía querer o extrañar.
una semana antes de irme, nos cruzamos. ella tenía las uñas mal pintadas. nunca se las había visto así. hablamos de cosas irrelevantes: el clima, los horarios de los colectivos, una película que nunca vimos. me escuchaba sin prestar atención. era evidente que los dos sabíamos que el sol nunca será para nosotros.
civita di bagnoregio, un pueblo de azar.
un pueblo colgando de la tierra,
casas viejas y calles imposibles dibujadas a mano con intención de borrarse.
curiosamente la llamaban “la ciudad que muere”.
no me sentí obligado a bajar. no me sentía obligado a nada. era un lugar hermoso, pero también absurdo.
tomé una foto. salió mal. el reflejo del vidrio mostraba mi cara fusionada con el pueblo. me sentí extraño. como si estuviera viendo a alguien más pasar por mi propia vida.
pensé en ella. no porque la extrañara. sino porque nunca pasó nada. y lo que no pasa duele más que lo vivido.
recordé algo que había escrito en el margen de su libro, meses atrás. decía:
“los muertos no van a extrañarnos.
los vivos no esperan nuestros textos.
quizás los muertos buscan el calor que nunca recibieron y nosotros buscamos el hilo descosido del abrigo.”
la ciudad que muere se parecía a eso: a lo que no fue y se sostiene en el tiempo
un equilibrio precario entre la permanencia y el derrumbe.
como el sentimiento que no tuvo tiempo.
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