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    Cinta 1 - Ella

    Unfurl

    Aug 15, 2024

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    Cinta 1 - Ella
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    La videocasetera devoró la cinta con la misma celeridad con la que el nudo viajó desde sus entrañas a su garganta.

    El espectador observó su taza de café y supo que nunca bebería algo que supiera igual. Nunca logró descubrir cuál era el secreto: si el grano, la leche o la medida justa de azúcar. En el fondo, tal vez, prefería pensar que había sido una poción mística que solo ella podía elaborar.

    En el televisor, las líneas bailotearon de arriba hacia abajo hasta que enfocaron la imagen. Respiró profundo y se aventuró a mirar.

    En un primer plano, el modular brillante e impoluto exhibía recuerdos, souvenirs, retratos sin y con color. La luz, que se filtraba desde uno de los laterales, impactaba contra la madera oscura y libre de imperfecciones.

    Un niño irrumpió en la escena, en silencio, sin expresión en el rostro. Casi pálido, con pestañas llamativas, ligeras ondas en las puntas del cabello y vestido con un pantalón y una remera del mismo color gris melancolía.

    Miró hacia fuera de cámara, posiblemente el pasillo, y tomó los elefantes de la suerte, repartidos por diferentes estantes, para agruparlos en fila, de menor a mayor. Desenrolló uno de los billetes de dos pesos, que habitaba una de las trompas de cerámica, y, tomándolo de las esquinas para evitar la confrontación con el polvo, sopló lejos de su cuerpo. Sus deditos lo enrollaron con cuidado, para evitar que la dureza del paso del tiempo y la humedad ya reseca rompieran el papel. Para terminar, dejó a todos con el número hacia adelante.

    Posteriormente, tomó entre sus manos los perritos de porcelana y se le escapó una risita divertida cuando movió el que estaba levantando una pata. Alteró el orden natural por el que, en su pequeña mente estructurada, tenía más sentido.

    El espectador le sonrió al pasado también.

    Siguió con los cubiertos dorados y pesados, los pequeños cuenquitos de cerámica y los ojitos azules de la suerte.

    Satisfecho con su organización, se acercó a la mesa de vidrio. Debajo del cristal, observó los rostros retratados en las imágenes. Entendía cómo ella lograba introducir las fotos, con un movimiento fino y casi matemático, pero siempre se preguntaba cómo lograba llegar hasta el centro. Paseó el dedo y dio dos toquecitos a la quinceañera con vestido a lunares y risueña del medio, el corazón de la galería de recuerdos. Estaba tan torcida que lograba ponerlo nervioso. Allí, a pesar de que desde el televisor no se lograba apreciar del todo, estaba su mamá. Sabía que ella la quería con todo su corazón y, probablemente, que estuviese en el centro significaba muchas cosas que aún no podía comprender, pero que el futuro y la vida se encargarían de enseñarle.

    Vio su propio rostro, en varios lugares. En el modular, en la pared, en la mesita de luz y en la mesa de las memorias. Se preguntó cómo ella podía tener tantas fotos suyas, cuando no era su cosa favorita. Posiblemente, tenía una copia de todas las que existían.

    La punta de su zapatilla besó el maletín plateado debajo de la mesa y fue demasiado tentador. No sabía qué era el setenta y cinco por ciento de todos esos frascos, cajas, clips, lápices y peines; pero sí sabía que podía ayudarla a poner las cosas en su lugar.

    Se agachó y arrastró el cofre de los misterios hasta el centro del plano. Tiró del seguro y sonrió cuando las seis bandejas se abrieron, tres a la derecha y tres a la izquierda. Se sentó en el suelo, sobre la alfombra de peluche blanca, y sacó todos los objetos de peinado y maquillaje. Los dejó a su alrededor y los agrupó según su parecido.

    Sentado con las piernitas cruzadas, dejando a entrever una rodilla raspada, consiguió que cada estante estuviera lleno, pero mantuviera un sentido. Intentó rascarse la espalda con un cepillo redondo, antes de guardarlo en el cubículo del centro, y empujó los estantecitos hasta cerrar el maletín.

    Justo cuando se arrodilló para hacer fuerza y empujar el broche, ella irrumpió en el cuadro.

    Llevaba su ropa de entrecasa, el pelo colorado recogido con un palito (otra de esas curiosidades, ¿cómo mantenía toda esa cabellera con algo tan fino como un palo chino)? y una bandeja en las manos.

    Puso pausa y observó cada pixel a detalle.

    El aroma del desayuno partió dos algo más que la pantalla. La taza blanca, con bordes dorados y el detalle en celeste, podía recordarla hasta con los ojos cerrados. No necesitaba acercarse demasiado para saber que el pan era de salvado, Fargo obligatoriamente, o que la cuchara tenía líneas rectas en el mango.

    Supo que si la cinta durase más tiempo podría ver cómo la pared cambiaría a durazno con una guarda azul, que se iría poblando de compañeros blancos peludos, que a la mujer apenas se le marcaría el paso del tiempo y que cada una de las fotos permanecería intacta.

    El espectador rebobinó hasta su irrupción en la habitación y presionó play de nuevo.

    Ella depositó la bandeja sobre la cama y se sentó a unos centímetros del respaldo. El niño, con cuidado, se trepó desde los pies y aguardó que el cuchillo tiñera de queso y se vistiera de mermelada.

    Mientras probaban el primer bocado se miraron y los tres –el niño, ella y el espectador– supieron que así se sentía un domingo.

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