Hay algo en tus gestos; que ocultan un enigma;
en cómo danzan tus labios corales,
en cómo, desde el rincón donde convergen,
tus comisuras me observan ridículamente.
Tus párpados de seda y huellas de lágrimas,
tus pestañas altas, ordenadas en fila,
tus cejas tupidas y sus contornos filosos.
Hay algo en la densidad de tu piel,
en el fulgor con el que brillas tus ojos,
la manera en que tu nariz sutilmente me llama,
mientras tus pupilas me acusan silenciosamente.
Tus rojizos pómulos me atrapan,
y con tu tonada de luna llena,
podría escucharte perpetuamente.
Hay algo en tus gestos; tu cara baila y flamea;
la forma en que cae gentilmente tu pelo hacia los lados,
y se despliega ensayando un abrazo al aire.
Me atardeces, querida mía,
me haces pequeño; tus lunares plateados
orbitan mi corazón, oscilan mi alma.
Hay algo en ti, querida mía;
en cómo me miras, en tu rostro
bailan las sombras y los destellos.
Me fuerzo a no quererte, a no buscarte,
a no perturbar esa blanca serenidad.
Me desahogo con mirarte, mientras te admiro,
pues en cada uno de tus gestos,
encuentro la vida entera desplegándose ante mí.
Como un punto infinito que todo ofrece,
y tengo la imposibilidad de hurgar en el,
aunque esté solo con este cadáver e inútil
sentimiento que no puedo compartir,
y mal que nunca llegues a leer esto.
Esta peculiar y particular realidad
a tu lado
es única.
Era única,
mas esa mirada me pesa tanto,
y yo detesto ser imperfecto en tu recuerdo.
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