Ronda la inmortalidad en los últimos segundos del año. Se escuchan campanazos, choques de copas y gritos descontrolados. La alegría que genera la ilusión de un nuevo comienzo, es inequivocamente curiosa ya que es lo mismo pasar de diciembre a enero que de junio a julio, o de cualquier lunes a cualquier martes, sin embargo hay cierto misticismo en el primero y entiendo que así sea.
Cambia el año y con este dejamos atrás las cosas feas que han pasado. Ya no son de este tiempo. Las hacemos parecer de antaño.
Jugamos con nuestra propia mente, engañandola con la antigüedad de los eventos que más nos lastimaron. Cerramos cicatrices mientras cerramos el año. Heridas que, quizás, no estaban listas para sanar. Entonces, de vez en cuando, se abren y arden queriendo llamar la atención de ese humano que las obligó a formar cascaritas. Lloran en un llanto mudo que su propio creador intenta, con todas sus fuerzas, omitir.
Pero, aunque pasen los años y se sientan, paulatinamente, menos ardientes, si no les damos tiempo y atención, siempre, siempre, estarán allí, buscando su curso natural. Buscando cerrar a su momento, sin importar el tiempo que el calendario ha de marcar.
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