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Cicatriz a pulso

Onírico

Nov 15, 2025

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Cicatriz a pulso
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El primer amor no toca la puerta.

Entra.

Cruza el umbral como si siempre hubiera sido suyo, como si tu pecho fuera terreno abierto y no un lugar que apenas estabas aprendiendo a habitar.

Llega con una luz engañosa, de esas que ciegan, de esas que hacen creer que todo lo desconocido es un milagro.

Pero el milagro dura poco:

la luz empieza a quemar, y uno todavía no entiende que lo que calienta demasiado también puede destruir.

El primer amor tiene uñas.

Araña sin querer, o queriendo, pero uno no lo nota.

Uno está ocupado creyendo,

entregando,

respirando más rápido

porque por fin alguien mira el alma y dice que la ve.

Pero no siempre la ve:

a veces solo se asoma, toma lo que brilla y deja el resto tirado en silencio.

Y ese silencio pesa.

Pesa como si una parte de ti se hubiera quedado atrapada en una frase que nunca se dijo, en un gesto que nunca llegó, en la versión de un futuro que jamás existió fuera de tu cabeza.

El primer amor no pide permiso para doler.

Duele en los días tranquilos, duele en los sueños, duele cuando escuchas una canción cualquiera y se te parte algo por dentro

sin razón aparente.

Es un dolor torpe, pero profundo, como una herida hecha con manos inexpertas.

Porque ninguno sabía amar.

Ni tú, ni el otro corazón.

Ambos eran principiantes, aprendices de algo demasiado grande para la edad que tenía el alma.

Y aun así se lanzaron, sin casco, sin suelo firme, como si enamorarse fuera una caída segura, pero una caída suave.

Mentira.

El primer amor no tiene suavidad.

Tiene vértigo, tiene miedo disfrazado de esperanza, tiene ganas de quedarse mezcladas con ganas de huir.

Tiene promesas que suenan firmes, pero están hechas de humo.

Y cuando se rompe —

porque siempre se rompe —

el mundo se parte contigo.

Las manos tiemblan, los días se hacen lentos, el cuerpo pesa como si llevara piedras dentro.

La mente repite escenas que ya no existen.

La memoria te arrastra por los pasillos más oscuros, recordándote lo que diste, lo que sentiste, lo que nunca regresó.

Y uno se siente vacío.

Vacío como un cuarto que fue habitado y de repente queda frío, con las sombras todavía en las paredes y un eco que dice cosas que ya no sirven.

El primer amor te obliga a construirte otra vez.

A recoger los restos, a analizar tus cicatrices como si fueran mapas, a preguntarte en qué momento lo eterno dejó de ser eterno.

Pero en ese recoger, en ese proceso lento y áspero, aparece algo nuevo:

un corazón más fuerte,

más atento,

menos confiado,

pero más honesto consigo mismo.

La cicatriz queda.

Claro que queda.

Se siente cuando recuerdas demasiado, cuando un olor o una palabra abre la puerta al pasado sin tu permiso.

A veces late.

A veces arde.

A veces duele como si nunca hubiera sanado.

Pero ya no domina.

Ya no gobierna.

Es solo la marca del primer derrumbe, la prueba de que una vez amaste sin saber cómo, de que caíste de frente, de que te rompiste con ruido, de que te levantaste en silencio.

El primer amor no define nada, pero cambia todo.

No te destruye del todo, aunque lo intente.

Solo te reforma, te pule a golpes, te enseña lo que no quieres repetir y lo que mereces pedir.

Y entonces entiendes:

lo que dolió no fue perder a alguien, fue perder la versión de ti que creyó que el amor nunca lastimaba.

Pero esa versión no se fue del todo.

Vive en la cicatriz,

en la memoria,

en la fuerza nueva que encontraste cuando ya no te quedaba nada más.

El primer amor fue tu sombra, tu caída, tu escuela más cruel.

Pero también fue tu comienzo.

Y tú seguiste.

Seguiste.

A pesar del dolor,

del quiebre,

del vacío.

Seguiste.

Y eso lo dice todo.

Onírico

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