Recuérdame, chica del vestido negro,
porque aquella noche no pestañeé contigo:
te miré como se mira lo que se sabe irremediable,
con la calma torpe de quien ya ha perdido
pero aún no quiere admitirlo.
Hoy he vuelto a pensar en ti,
y el aire volvió a pesarme en el pecho
como si respirar fuera una forma de traición,
como si cada bocanada me alejara un poco más
de esa versión de mí
que todavía cabía en tus brazos.
Sigo siendo ese idiota
que prefiere escribirte en silencio
antes que aprender a vivir sin nombrarte,
el que se sabe de memoria el recorrido exacto
de tus pasos cuando te ibas
y aun así finge sorpresa
cada vez que el recuerdo vuelve a cruzar la puerta.
Aquella noche llevabas un vestido negro,
no de luto,
sino de despedida.
Y yo, que siempre llego tarde a todo,
llegué puntual a entender
que estabas quedándote solo lo justo
para no romperme del todo.
Tenías el cabello alborotado,
como si el viento también hubiera discutido contigo,
como si algo dentro de ti ya hubiera decidido marcharse
y el cuerpo apenas intentara alcanzarlo.
Y esa sonrisa —
ese intento hermoso y torpe de sonrisa—
que no era promesa
ni mentira,
sino una forma elegante de decir adiós
sin pronunciarlo.
Te miré a los ojos,
a esos ojos color miel
que no saben fingir derrota,
y supe que no hacía falta preguntar nada.
Hay verdades que no se dicen
porque no soportarían ser dichas en voz alta.
Me pesaban las manos,
me pesaba el miedo,
me pesaba el silencio que elegí
por no saber cómo pedirte que te quedaras
sin obligarte a hacerlo.
No es la primera vez que me pasa:
amar con cuidado,
callar por cobardía,
confundir respeto con renuncia.
Seguía dándole vueltas a todo,
chica del vestido negro,
mientras tú estabas allí,
entera, exacta,
hermosa incluso en la huida.
Nunca dejaste de ser verdad,
ni siquiera cuando ya no éramos nosotros.
Pensé —qué absurdo—
que habría más noches,
que esa no podía ser la última,
que el amor no se va así,
sin hacer ruido.
Pero el amor se va como tú esa noche:
despacio,
mirando una vez más
para asegurarse de no volver.
Desde entonces nunca estoy a tiempo,
pero siempre estoy atento:
al eco de tu risa en cualquier bar,
al color de miel en otros ojos que no son los tuyos,
a los vestidos negros que no llevan tu nombre
pero lo pronuncian igual.
Me siento como otro más
aprendiendo demasiado tarde
que no todas las historias están hechas para quedarse,
como un niño que entiende el equilibrio
justo después de caer.
Jamás pensé que doliera tanto
saber que hicimos lo que pudimos
y aun así no fue suficiente.
Dime, chica del vestido negro,
si la esperanza es lo último que se pierde,
¿qué fue lo primero que dejamos caer esa noche
entre tu intento de sonrisa
y mi silencio mal aprendido?
Dime qué opción tuvimos
si desde el principio fuimos dos almas
amándose bien
en el momento equivocado.
Dime qué guerra podía ganar
si la única que importaba
eras tú.
Y dime, ahora que ya no estás,
cómo se queda uno con la poesía
cuando la mujer que la encendía
decidió marcharse vestida de negro,
mirando de frente,
sabiendo —como yo supe al verte—
que aquella
iba a ser
la última vez.
Y aun así,
si alguna noche vuelves a pensar en mí
—aunque sea sin querer—,
recuerda esto:
yo también supe,
chica del vestido negro,
que aquella vez
no nos estábamos perdiendo,
solo estábamos aprendiendo
la forma exacta
en la que duele amar
cuando se ama de verdad.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.


Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión