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Chica colchón

Jun 2, 2024

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Chica colchón
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La alarma que había programado le permitió fingir que despertaba. La realidad es que no había conciliado el sueño en toda la noche. Esa mañana el aire que inundaba la casa estaba hecho de un material espeso más denso que nunca. Era sábado y las paredes blancas se mojaban del color naranja de los rayos de sol, que se movían silenciosos, tóxicos y espiralados, de manera casi imperceptible por la habitación sin muebles y sobre el cuerpo que yacía y que por momentos se hinchaba por la respiración. Cada exhalación parecía vaciarlo. La piel se plegaba sobre los huesos, cerrandolos al vacío, hasta la próxima inhalación que le devolvía la vida. Estaba desnuda y sobre un colchón sin sábanas puestas, como la musa de un escultor invisible, posada sobre una plataforma que la elevaba para así contemplar con detalle minucioso su belleza ruin. Podría descansar sobre terciopelo azul, retratada en su calma desnudez, pero estaba en aquel rectángulo plástico y acolchado, que alguna vez fue blanco y que el tiempo volvió gris, o amarillo, casi como su piel.

El colchón era el suyo, y la avergonzaba cada vez que invitaba a alguien a pasar la noche. Forzada a verse desde otros ojos notaba las manchas que lo adulteraban desprolijamente, y ella no podía evitar pensar que aquel colchón era como su cuerpo, desnudo, vulnerable, pudoroso de sí mismo, que esas manchas también le pertenecían, y que alguien más estaba dando cuenta de ellas como testigo crítico de su corrupción, señalándole con reproche, quizás frunciendo el ceño. El sol pegaba caluroso contra su pecho, cubriéndolo de una capa de sudor. Estaba incómoda. Vió la hora, las ocho y media. Tenía treinta minutos antes de comenzar a trabajar y todo el día por delante. Debía despegarse de aquella superficie áspera que la convertía en piedra con el paso de los segundos, o que se volvía una extensión de algún órgano vital sin el cual no podría seguir viviendo. Su piel se extendía por el colchón sobre el que reposaba. Lo envolvía y echaba raíces de nervios y venas que le inyectaban sangre, provocando una hipertrofia enfermiza. Extendida de costado, ella estaba adherida a aquella simbiosis como una triste bolsa de huesos finos sin vida.

La acechaban instistentemente experiencias de las que no podía librarse. La perseguían como siempre lo hacían luego de una noche que pasaría a ser parte de ellas, como aves carroñeras que vienen a buscar la presa ya muerta para arrastrarla a su pozo de nocturna perversión. Se le presentaban intrusamente imágenes de rostros extasiados, ojos cerrados y otros mirándola duramente, desde distintos ángulos y todos diferentes, distinguiendo aquellos que extraña y aquellos que no quiere volver a ver. Quería gritar, escupir que era inocente, que seguía siendo una niña, que no le interesaba ser mujer. Sin embargo permaneció acostada, inmóvil, mientras el leitmotiv siniestro de la vibración del teléfono celular continuaba con su acoso.

Con un ritmo lento los minutos pasaron y se encargaron de escarbar silenciosamente en su pecho un vacío usando palas de recuerdos. La intensidad del sol se atenuó, y su cuerpo, que continuaba en la misma posición, daba la aromática ilusión de ser una maleza débil y seca, que cansada del azar del mundo violentado encontró en aquel colchón un agujero negro de paz donde no debía echar raíces con fuerza para poder sobrevivir. Por sus fosas nasales no corría más que la espesa masa de oxígeno ya usado, muerto, el mismo que respiró toda su vida y que respiraría hasta la muerte. Le molestaba pensar que en ella convivía la respiración de toda la gente con la que alguna vez se había acostado y le daba asco estar empujando aquel viento por su tráquea. Deseaba perezosamente no respirar más. Imaginaba que quizás nada en su cuerpo le pertenecía completamente, se sentía como si un vago resto de lo que alguna vez alguien puso dentro de un envase entendiese su condición y no deseara ser algo más que una sobra.

Si alguien la hubiese espiado en otro momento no tendría sospechas. Una actriz excelente. Oía su cabeza hablar y como un artista cuyo colega olvidaba el guión en el escenario, pronunciaba nuevas líneas improvisadas en voz alta, más alta que la voz de su mente, enmudeciendo así el error subversivo de su inconsciente. Quiso girar la cara y el contacto con la superficie la hizo sentir un fuerte ardor en las mejillas. Tenía la piel irritada. Culpó la fricción que mantuvo con alguna barba ajena la noche anterior, la misma noche en que programó la alarma para despertar al día siguiente. Se puso un sweater de lana gris con el cuello alto para así tapar las manchas rojas en su cuello y un par de medias blancas. Eran las únicas prendas que tenía puestas. Sonó una vez más el llanto del celular: “¿Al final venís?”. Hacía una semana que no contestaba mensajes importantes. Ni siquiera intentó inventar buenas razones para excusar su ausencia. No respondió. Tampoco se animó a apagar el aparato, que ahora contorneaba los objetos en la habitación oscura con la luz artificial de su pantalla y que cantaba con notificaciones una ansiosa canción de cuna. Volvió a la cama, esta vez con el abrigo puesto. Apoyó el rostro enrojecido sobre el colchón, y atontada se entregó, indiferente, al sueño.

Juana Romano

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