El inocente.
Entre los árboles del bosque, en la calma de un ramoneo inconsciente, como de hacer por la costumbre sin prestar atención a lo que se está haciendo, atento quizás a los sonidos que le advierten, pero tranquilo y sin miedo pues sus enemigos son pocos y suele saberlos a tiempo, el de siete puntas, disfruta el momento.
No hay futuro ni pasado para el ciervo, es solo instante, es solo ahora eso del tiempo.
No sabe, porque no puede saberlo, que hay quien a cierta distancia se viste de guerra, calza unas botas con punta de acero, se cuelga en trinchera una canana llena de duelos, revisa su arma y en un todo terreno, luego de mirarse al espejo, se dirige al bosque donde solo los pájaros rompen el silencio.
Muy desde lejos, traicionero, el disparo es certero.
Cae el hermoso animal, herido de muerte, al suelo. La sangre afea lo bello. ¿Por qué les gusta más así a ellos?
El cazador se complace. Ha cumplido con su deseo. Se acerca a la pieza para disfrutar su trofeo.
Pero al ciervo le queda otro instante en el tiempo. Al sentir cerca a su asesino, reúne sus fuerzas en un último esfuerzo y se levanta y ataca al hombre ensartándolo con sus cuernos.
Mueren los dos, los dos muertos, solo que uno de ellos no ha sentido ningún orgullo ni placer alguno en todo esto.
En el suelo del bosque, sangre.
A veces sucede algo similar en el ruedo.
La barbarie no ha desaparecido nunca, tan solo se ha perfeccionado y se ha hecho más ventajosa para los bárbaros.
Solo que, de vez en cuando...
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