A orillas del mar soñé un castillo.
Un poco de arena, hojas de palmera, algas marinas. Comencé la construcción como si fuese mi propósito en la vida. Mi visión era gloriosa. Una mezcla de la magia gótica de Hogwartz y las torres de picos filosos de la morada de la Bruja Blanca.

Iba decorando con vegetación la quinta torre cuando la primera gran ola llegó. Perdí tres torres pero jamás la esperanza.
Proseguí sin cavilar y quizás fue esa determinación la que inspiró al niño que jugaba con una pala amarilla unos metros más allá, a la izquierda, a unirse al osado desafío.
- Hay que hacer algo para que las olas no rompan el castillo, ¿no?
Bastó que asintiera con la cabeza y en pocos segundos ascendió solito a ingeniero en jefe, tomando la iniciativa de cavar un canal que protegiera la zona de construcción del oleaje. Puso su balde y pala al servicio y sus manos a la obra.
El canal torcía el tiempo a nuestro favor, interceptando las emboscadas de sal y espuma.
Una niña pasó de la mano de su madre y debió escucharme felicitar a nuestro ingeniero en su labor de mantener seguro el futuro castillo. Le dijo a su cuidadora que ese lugar le gustaba y apenas esta se dispuso a instalar su silleta y sombrilla, la pequeña se presentó decidida y sin titubear a enlistarse para la gran hazaña:
- Hola, me llamo Sasha, ¿los puedo ayudar a hacer el castillo?
Su solicitud fue aceptada de inmediato y Sasha se dispuso a expandir la montaña sobre la que descansaban los cimientos. La iniciativa fue aplaudida por el ingeniero.
La moral subió y en un abrir y cerrar de ojos, Sasha y yo habíamos erigido nuevamente las dos torres perdidas mientras el canal del ingeniero protegía con un semicírculo perfecto a la montaña que soportaba las bases. No conforme, reclutó a otro dos niños y les dio la tarea de agrandar el canal hacia los costados.
Los nuevos subordinados del ingeniero, fieles a su reclutador, redoblaron su apuesta por el proyecto y comenzaron a juntar cocos partidos para crear un cinturón protector que desviara el agua antes de caer por las paredes del canal, evitando que se desgastaran tan rápido.
El equipo no paraba de crecer y con él mutaba mi visión. Ya no era solo mía.
Sasha se puso de pie de un salto al ver los cocos y salió corriendo.
- ¡Ya vuelvo, tengo una idea, protejan las torres!¡Cuidado con las gaviotas!¡No dejen que se roben los cocos!
Sus instrucciones e indiscutible entusiasmo atrajeron unas cuantas miradas que luego se posaron en nosotros y en el castillo. La gran mayoría esbozó una sonrisa simpática y volvió a ocuparse de sus asuntos: una revista, un libro, una partida de voley, una siesta o un juego de cartas.
Un pequeño número, sobre todo quienes solo pretendían broncearse o escuchar el mar, se quedó mirando. Pero dos personas tomaron los gritos de Sasha como una señal que habían estado esperando y atendieron al llamado.
Antonio había terminado en solo dos días los tres libros que había seleccionado para pasar el tiempo frente al mar. Cuando se disponía a releer “Juan Salvador Gaviota”, Sasha pasó casi volando por su derecha, desbloqueó su vista periférica y le dio una alternativa que en su mente no tardó en hacer “clic”.
Una sombrilla más allá, Zoe dibujaba nubes con obsesiva atención al detalle, hasta que una pequeña saeta pasó por su izquierda gritando instrucciones a sus compañeros y levantó una ráfaga que cerró de un golpecito su cuaderno de dibujo. Al girar la cabeza se encontró la mirada cómplice de su marido, que le señaló a la brigada constructora de castillos y con un gesto sutil que solo entienden los que llevan casados más de 40 años la invitó a levantarse de la reposera.
- ¿Vamos a sacudir un poco los huesos, Da Vinci?
Llegaron en el momento justo, ofreciendo su sabiduría. Al cabo de cinco minutos ya sabían los nombres de cada miembro del equipo, habían instalado su sombrilla al costado del castillo y conseguido una jarra de limonada para calmar la sed que ya se hacía sentir.
Desde la sombra nos aconsejaron algunas de las mejoras más importantes. Gracias a nuestro par de abuelos adoptivos incorporamos un bosque de algas frente al cinturón de cocos, un cartel de “en construcción” ilustrado por Zoe y bautizamos al castillo como “La fortaleza del Sahara húmedo” por sugerencia de Antonio.
Mientras implementábamos los cambios y Zoe dibujaba una insignia que nos representara para poder colocar nuestra bandera sobre la torre más alta, Sasha volvió de su excursión misteriosa con cucuruchos para coronar las torres.
La marea subía sigilosa y empezaba a llenar la fosa pero nada podía preocuparnos menos. Nos sentíamos invencibles. Otras sombrillas y silletas se acomodaban a nuestro alrededor, tomaban fotos y sumaban palabras de aliento. Algunas personas comenzaban a temer a las olas y las seguían de cerca con la mirada como queriendo disuadirlas. Cada tanto una ola grande se acercaba y la espantábamos con gritos de guerra.
Cuando ya no se veía una sola sombra y el agua llevaba un rato calma, en el mismo instante en que Sasha colocaba la bandera creada por Zoe sobre la sexta torre, Antonio entregaba el último vaso de limonada, el mini-ingeniero tomaba una foto a sus subordinados con un celular que alguien le había prestado y una gaviota se robaba un integrante del ejército de cocos que velaba por el castillo, la marea alta confirmó su llegada de un latigazo.
Fueron 10 segundos devastadores. Como guepardo abalanzándose sobre una gacela desprevenida, una ola enorme barrió con el ejército de cocos, rebalsó la fosa del ingeniero, derribó una a una todas las torres y al volver se llevó consigo tres cucuruchos, todas las algas y el trabajo de toda una mañana.
Lo que siguió a los gritos de “¡Noooooo!” fue un silencio algo incómodo que parecía traducirse como un “¿Y ahora que?”.
Pero no duró mucho. Nuestro flamante ingeniero, lejos de sentir el mismo pesar, dejó el celular sobre una silleta para poder saltar y aplaudir. Nunca esperó más que ser parte del equipo que soñó un castillo y tuvo el valor de construirlo más allá de las adversidades. Ni pruebas, ni credenciales, ni el mismísimo castillo edificado, no necesitaba nada de eso. Solo los recuerdos de lo que fue mientras pudo ser.
La segunda en aplaudir siguiendo al niño-ingeniero fue Zoe, a quien Antonio se unió sin dudar. Siguieron Sasha, su mamá, y de a poco el aplauso y las distintas expresiones de “¡Hurra!” en diversos estilos e idiomas se fueron multiplicando, hasta llegar a mi.
Yo fui el último en ser alcanzado por la onda expansiva de festejo y en entender que con ese gran final el mar solo había cumplido su función. El castillo solo había vuelto a la forma original de todos sus elementos. La ola había vuelto al océano. Nada se había perdido.
El juego podía comenzar de cero y eso era fantástico, porque jugar era y siempre había sido el objetivo. Entre infinitos ciclos que nacen y mueren constantemente, nos toca uno solo. ¿Por qué obsesionarse con el final si es parte del trato y regla inamovible?
¿Por qué es tan difícil valorar la excepción de la vida, del proceso en pleno progreso, y perderse la verdadera maravilla? Es decir, que a pesar de estar siempre pisándonos los talones, aún no nos alcance la entropía.
¿Por qué obsesionarse con que no nos gane, si está destinada a alcanzarnos? ¿Por qué no desacelerar eventualmente y dejarla venir sin avisar, un día cualquiera, como si fuese una vieja amiga que viene a llevarnos a casa? Los viejos amigos saben leerte, saben cuando estás listo para irte, saben cuando tuviste suficiente gira; cuando ya viste suficiente universo desde la perspectiva de un envase con signos vitales, ojos filosos y una mente sedienta de explicaciones que nunca le serán suficientes, pero que no necesita.
Volví a casa listo para cerrar un ciclo.
La arena volvió a su lugar para que al día siguiente alguien más pudiera soñar un castillo.

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