Cuando era pequeña, hice muchas bolas de papel con los dibujos que me disgustaban y las metí, una por una, dentro de mi casa de muñecas.
A escondidas, robé el encendedor que mi madre usaba para prender la hornalla de la cocina y lo guardé en el bolsillo grande de mi hoodie holgado y desgastado.
Casi en puntillas, corrí nuevamente a mi habitación, cerré la puerta y trabé el picaporte con la silla de mi escritorio, no quería que nadie entrara por sorpresa.
Agarré mi muñeca preferida junto a otra que no me agradaba, la que solo tenía unos cuantos mechones de pelo. Las introduje casi a la fuerza entre todo el papel acumulado y les prendí fuego. El papel ardió rápidamente; luego, el rostro de cada muñeca comenzó a derretirse de forma horrible. Entre la pequeña llamarada, el humo negro se elevaba, y poco después, el fuego devoró la casa por completo. La casita de madera ardía tan favorable que me pareció una vista hermosa.
Antes de que ocurriera algo peor, golpearon la puerta. Era mi madre, gritándome: qué estaba haciendo y exigiéndome que abriera de inmediato. Lo hice. Sabía que había hecho algo indebido, pero antes de que la escena se desvaneciera por completo, quise que ella también viera, que ellas, aunque fueran de plástico, podía hacerlas sufrir dentro de un entorno agobiante.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión